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Arañazos de amor trágico en un sombrío invernadero

El dramaturgo Alberto Conejero y el director de escena Luis Luque conversan sobre los materiales dramáticos de su obra 'Todas las noches de un día'

Rocío García
Luis Luque, izquierda, y Alberto Conejero en el Jardin Botanico de Madrid.
Luis Luque, izquierda, y Alberto Conejero en el Jardin Botanico de Madrid. Julián Rojas

En un invernadero comido por el tiempo, con el hierro mordido por los años y los anhelos o deseos que se han vivido en él, sigue viviendo un hombre, Samuel. Todas las noches de un día se inicia cuando un policía, un personaje que nunca se ve en escena, acude a aquel lugar a intentar averiguar qué ha sido de Silvia, la dueña del invernadero, desaparecida hace años. El espectador se convierte así en testigo genial de lo que de verdad ocurrió en ese lugar húmedo y silencioso.

Todas las noches de un día, que llega al Teatro Bellas Artes de Madrid (hasta el 6 de enero) tras varios meses de gira por España, con Carmelo Gómez y Ana Torrent de protagonistas, supone el primer encuentro teatral entre el dramaturgo Alberto Conejero (premio Max al mejor autor teatral por La piedra oscura) y el director de escena Luis Luque. Han sido años de trabajo conjunto para que este poema teatral, ganador del III Certamen de textos teatrales de la Asociación de Autores de Teatro (AAT), se subiera a un escenario. “Necesitaba a alguien que fuera capaz de comprender toda la materialidad poética que contiene el texto, pero a la vez convertirla en teatro y de explotar todo lo dramático que puede contener el poema. Necesitaba un director que apreciara la poesía, pero que no incidiese tanto en lo poético, que ya está en la escritura, sino en la tensión dramática. Y ese hombre era Luis Luque”, asegura Conejero. “A esa poesía salvaje y elevada que irrumpe del texto había que buscarle la carne, el espíritu y la materialización de ese espíritu”, añade Luque, que se refiere a su compañero como “un poeta del pueblo”.

Convocados por este periódico, Alberto Conejero (Jaén, 1978) y Luis Luque (Madrid, 1973) hacen un repaso de los materiales vitales y obsesiones teatrales que atraviesan la función. El encuentro se produce una mañana lluviosa y algo triste en el Jardín Botánico de Madrid, en medio de árboles y plantas de hermosos nombres.

EL SILENCIO

Alberto Conejero. La obra arranca precisamente cuando un hombre, que se ha refugiado en el silencio, se ve obligado a hablar y, por tanto, a ordenar sus pensamientos. Es un viaje por las sombras que va hacia la luz, cuando ese hombre es capaz de compartir lo que ocurrió y se convierte en algo liberador. Contándonos nos comprendemos. Esa es la función del teatro. Esta obra hace una apuesta radical por el silencio como un acto subversivo. Es un intento de escapar del ruido del mundo. En este sentido, el mundo vegetal nos da muchas lecciones. Ha sido fundamental, tanto en el texto como en la dramaturgia, lo que podemos aprender del silencio de las plantas, porque hablan con otra elocuencia que no es la de las palabras, pero está ahí. Ese invernadero es un lugar en el que todavía el silencio ocurre, frente al ruido del mundo. Uno de los sentidos de esta función es la de llevar los silencios al teatro.

Luis Luque. Hoy el silencio es un acto de provocación. En la obra se escuchan los silencios y se invita al espectador a valorarlo, vivirlo y emocionarse con ello. Con esos silencios, cobra más importancia la palabra y queda lo esencial. En Todas las noches de un día, dejamos que las plantas respiren y que hablen los fantasmas y los recuerdos. El silencio te armoniza con tu entorno.

LOS RECUERDOS

A. C. Somos lo que recordamos. Nuestros recuerdos nos configuran tanto como los sueños. En Todas las noches de un día esos recuerdos están tan vivos que parece que no dejan espacio al presente. Son dos personajes que arrastran una grieta poderosa de recuerdos y que luchan por encontrarse en el presente. Me interesa el hecho de cómo el recuerdo puede inventarse y también protestar para tomar la voz. El teatro nos permite poner sillas a los ausentes y escuchar nuestros propios fantasmas. Una obsesión mía como dramaturgo tiene que ver con la gestión de los recuerdos y de cómo, por defecto o por exceso, uno debe de tener una relación sana con sus recuerdos.

L. L. La función plantea cómo vivir con nuestra memoria de la mejor manera posible. Es nuestra propia experiencia vital y nuestros dolores los que están en nuestro arte. El dolor te araña para siempre, pero yo no puedo ni quiero escapar a lo que soy ni a lo que he vivido porque ese es el alimento de mis propuestas. Mi teatro vive de mis recuerdos. Hacer teatro para mí se convierte muchas veces en hacer ajustes con la vida. El único resquicio que me salva es el arte.

LA MUERTE

A. C. El teatro ha de nombrar cosas incómodas y complejas. Esta obra toca temas muy íntimos. Quizás es uno de mis textos donde la sombra y la luz luchan con mayor fiereza. Por un lado, creo que hay algo muy vital, por la belleza que supone encontrarse con el amor, pero a la vez crecen fantasmas que son míos propios y para los que no tengo respuesta, como es la muerte, la enfermedad o el derecho de cada uno a irse de la vida. No creo en un teatro que dé respuestas inequívocas, sino el que me hace pensar. En este sentido, la obra plantea si tenemos derecho a abandonar esta vida y, cuando lo hacemos, a quién dejamos atrás.

L. L. Es una pregunta al mundo, la del derecho a la muerte, que nos golpea en el pecho pero para la que no tenemos respuestas. Yo sé lo que quiero para mí, que es el derecho a decidir cuándo irme y no me gustaría que nadie legislara en contra de eso. Más que eso sea aceptado por todos, creo que hay que luchar para que eso sea posible.

EL AMOR

L. L. Ese amor que se vive en el invernadero es trágico porque ha sido profundo y vital. Ese es el amor que reivindicamos, el amor doloroso y no el líquido. Vivir duele y el amor forma parte de ese viaje. El horror trágico del amor en Todas las noches de un día tiene más que ver con el destino de los personajes que con su decisión. Hablamos del amor que duele pero que también te hace tocar el cielo.

A. C. Vivimos en un tiempo muy cínico, en el que amar y sufrir por amor está como proscrito o antiguo. Me apetecía mucho contar una honda historia de amor, que quizás es una historia de otro tiempo, y que fuera un hombre el que proclama la devoción por esa mujer y trata de aliviar las heridas de su amada. Proclamo el amor no desde un lugar de dependencia, sino de bondad y cuidado.

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