Ni había tren, ni había maquinista. El Underground Railroad (Ferrocarril Subterráneo) fue una red clandestina que operó desde comienzos del siglo XIX hasta el comienzo de la guerra de Secesión de los EEUU, aunque más activamente desde los años treinta, y que ayudaba a escapar a los esclavos afroamericanos de las plantaciones esclavistas y los llevaba hasta Canadá. Su nombre se debe a que se utilizaban términos propios del ferrocarril para referirse a sus actividades y a sus miembros: los maquinistas (los que los guiaban por las rutas de escape), las líneas (las propias rutas), los pasajeros (los esclavos fugados) y las estaciones (los lugares donde darles cobijo hasta el siguiente destino). Esta red de rutas se extendió a través de catorce estados y su destino final era Canadá, la «Tierra Prometida» donde no llegaban los cazadores de esclavos fugitivos. El grupo de maquinistas estaban formado por abolicionistas, líderes de iglesias metodistas y, sobre todo, por miembros libertos de la comunidad negra (incluyendo ex esclavos). Y de entre todos estos maquinistas destacó Harriet Tubman, la Moisés de los esclavos.

Harriet Tubman

Nacida en 1821 en una plantación de Maryland, a los cinco años Harriet ya trabajaba en la casa de su amo, y con doce en las plantaciones de algodón. Desde muy niña demostró que lo suyo no era morderse la lengua y se ganó más de un golpe o latigazo por salir en defensa de otros esclavos. Uno de estos golpes marcaría su cabeza con una cicatriz y le provocaría cefaleas durante toda su vida. Con algo más de veinte años se casó con un liberto llamado John Tubman, de quien tomó su apellido. Tras fallecer el dueño de la plantación, los esclavos que trabajaban en la casa avisaron al resto de que la intención de la viuda era vender las tierras y los esclavos. Aquella venta masiva implicaba, con toda seguridad, que las familias quedarían rotas y sus miembros dispersos por varias plantaciones. Harriet decidió que era el momento de tratar de escapar con su familia. Su marido intentó convencerla para que no lo hiciese, y en aquel momento supo que a aquel hombre, que había sido esclavo y debía entenderla y apoyarla, no lo quería junto a ella.

Libertad o muerte; si no puedo tener una, tendré la otra.

El 17 de septiembre de 1849, Harriet huyó con dos de sus hermanos, Ben y Henry. El vértigo de la huida y el miedo a ser capturados pudieron más que las ansias de libertad, y sus dos hermanos decidieron volver. Harriet los abrazó y les dijo que regresaría a por ellos. La recompensa por su captura se fijó en trescientos dólares. Como pasajera del Ferrocarril Subterráneo consiguió llegar hasta Canadá. Desde aquel momento se convirtió en maquinista y consiguió llevar hasta la Tierra Prometida a más de trescientos esclavos, incluida su familia (excepto a su marido). Acompañada de su valor y de una pistola escondida bajo sus ropajes, entre 1851 y 1860 viajó en diecinueve ocasiones hasta el Sur y nunca perdió por el camino a ningún pasajero. Si sumamos las cantidades que ofrecían todos los esclavistas que habían sufrido en sus carnes los viajes de Harriet, en 1856 la recompensa por su captura llegó a… ¡¡¡Cuarenta mil dólares!!! Aun así, nunca nadie la traicionó. Con el estallido de la Guerra Civil en 1861, las actividades del Ferrocarril Subterráneo cesaron, pero no así la implicación de Harriet con lo que ella consideraba su cometido en la vida.

Ella creía que la guerra pondría punto y final a la esclavitud y no iba a permitir que aquel tren pasase sin subir a bordo. Abandonó la seguridad de Canadá y se ofreció al ejército de la Unión para ayudar en lo que fuese. Comenzó como enfermera, pero cuando el coronel James Montgomery se enteró de su labor durante años en aquel particular «ferrocarril» y el conocimiento de las rutas de escape, le propuso atravesar las líneas enemigas y hacer de espía. Dicho y hecho. Montó una red de espionaje y, además de pasar información de las unidades y los depósitos de munición de los Confederados, aprovechó su nueva condición para seguir sacando esclavos que se unieron al ejército de la Unión. Cuando recibió su primera paga, la gastó en construir una cabaña donde las mujeres negras liberadas pudieran ganarse la vida lavando ropa para los soldados. De hecho, los doscientos dólares que recibió durante sus tres años de servicio —una mísera cantidad de la que correspondía legalmente— fueron a parar al mantenimiento de aquellas mujeres. Terminada la guerra, se casó con Nelson Davis, un soldado de la Unión que había conocido en el frente, y se instalaron en Auburn (Nueva York). Con cuarenta y cuatro años y todo lo hecho hasta ahora, Harriet merecía poder comenzar una vida tranquila junto a su nuevo marido… pero ella no era así. Cuando solicitó la pensión militar que le correspondía le fue denegada, y solo se la concederían en 1888, cuando falleció su marido, pero como viuda de un veterano de guerra. A pesar de las dificultades económicas de los recién casados, se iban apañando con los esporádicos trabajos de Nelson y las ventas de pasteles y pan de jengibre que ella misma preparaba, y convirtieron su casa en un hogar para indigentes y ancianos negros. Desbordados por todos los que solicitaban su ayuda, Harriet emprendió un gira por todas las poblaciones donde hubo estaciones del antiguo Ferrocarril Subterráneo para recaudar fondos. Con el dinero recaudado construyó otra casa junto a la suya y así pudo atender a más gente.

Durante años siguió luchando por la igualdad de derechos entre razas y entre géneros, incluyendo el sufragio universal. En 1913, y a causa de una neumonía, fallecía aquella esclava, maquinista, enfermera, espía, abolicionista, sufragista, activista social… Las últimas palabras de Harriet, la Moisés de los esclavos, fueron…

Me adelanto para preparar un lugar para vosotros

Fuente: Ni tontas ni locas
Ilustración: Xurxo Vázquez