La dama duende, de Pedro Calderón de la Barca

La dama duendeA mí dame un Calderón, un Lope o un Rojas Zorrilla y ya me tienes ensimismado durante toda la obra. Ya sea en la butaca del teatro o en el sofá de mi casa. Y es que con el teatro barroco español, el que llamamos del Siglo de Oro, me sucede que, por su riqueza léxica, la amplitud de posibilidades a las que somete la lengua y el enredo de sus acciones resulta embaucador. A veces, desde el primer verso despejo la mente hasta tal punto que solo queden grabadas a fuego esas primeras palabras, a saber: «Amor, no te llame amor el que no te corresponde […]» (El caballero de Olmedo, Lope de Vega). Otras, es la acción la que te envuelve y te sumerge de lleno en la trama, normalmente, a matacaballo: «MARCELA: ¿Vienen tras nosotras? SILVIA: Sí. MARCELA: Pues párate […]» (Casa con dos puertas mala es de guardar, Calderón); otro ejemplo: «Huye, Tristán, por aquí» (El perro del Hortelano, Lope de Vega); y sin olvidar el velocísimo inicio de El burlador de Sevilla con ese Don Juan saliendo por piernas tras yacer con la duquesa y descubrirse su engaño.

Ya sea sosegado o en plena acción, el teatro aurisecular tiene ese embrujo para arrastrarte al nudo central de su enredo. Y con el texto de Calderón del que vengo a hablar sucede exactamente lo mismo. La dama duende, obra enmarcada en el tipo de teatro de capa y espada, juega con el enredo y los equívocos de un modo sutil y cómico para hablarnos, en su intrahistoria, de un drama de honor: doña Ángela ha enviudado y sus hermanos la mantienen encerrada en las dependencias de su casa sin poder contactar con otros hombres, so pena del agravio y deshonra que eso resultaría para la familia. Pero esta doña Ángela, al saber que a su casa ha ido a parar el caballero don Manuel, amigo de la familia, ingenia una simpática artimañana para conseguir entrevista con él. Los equívocos, los enredos y el juego casi fantasmagórico que crea doña Ángela, con apariciones misteriosas en cuartos cerrados por dentro y por fuera, hacen de esta obra un divertido montaje en el que, de modo coral, todos los personajes tienen una importante aportación. Del más cómico y bobalicón Cosme, criado de don Manuel, a los personajes femeninos, partícipes y testigos del engaño, todos desarrollan una acción trepidante que mantiene en suspenso el desenlace hasta sus últimos versos.

El contraste inevitable en los temas fundacionales del teatro barroco entre amor y honor dejan en esta comedia su huella a través de unos bellísimos versos que pronuncia doña Ángela en uno de los parlamentos más elevados de la obra:

«Por haberte querido,
fingida sombra de mi casa he sido;
por haberte estimado,
sepulcro vivo fui de mi cuidado […]»

El drama de tener que vivir encerrada por defender el honor de la familia toma en estas palabras su mayor sentido al sentirse muerta en vida cuando, justo al otro lado de la pared, está aquello que anhela. Un argumento que exploró también Cervantes tanto en el entremés de El viejo celoso como en su novela ejemplar El celoso extremeño, en el que los muros confinaban a la mujer, quizás su cuerpo, mas no su ingenio ni su alma libre. En todos estos casos, siempre encontraban el modo de esquivar el yugo bajo el que vivían. Calderón en La dama duende, como en los ejemplos de Cervantes, conscientes de los temas que preocupaban al pueblo español del Seiscientos, no se desligan del drama que aquello ocasionaba, pero siempre —barroquismo puro—, en esa oscuridad te muestran luminosidad. Y eso es lo que me gusta del teatro del Siglo de Oro.

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