Decía Sun Tzu en El arte de la guerra

Conoce a tu enemigo y conócete a ti mismo; en cien batallas, nunca saldrás derrotado. Si eres ignorante de tu enemigo pero te conoces a ti mismo, tus oportunidades de ganar o perder son las mismas. Si eres ignorante de tu enemigo y de ti mismo, puedes estar seguro de ser derrotado en cada batalla.

Y visto que a nuestro enemigo, el puto virus, lo conocemos poco, más nos vale trabajar en común para inclinar la balanza en esta lucha desigual. Así que, como la vacuna todavía tardará en llegar, pero estoy seguro de que la tendremos, y en estos momentos carecemos de medicamentos específicos para tratar el coronavirus, se está recurriendo a fármacos o tratamientos ya existentes para otra clase de infecciones víricas.

Hoy en día ningún medicamento se puede comercializar sin los diferentes estudios que avalen su eficacia y sin la aprobación del organismo correspondiente, pero en muchas ocasiones los estudios solo han confirmado algo que en la Antigüedad ya sabían. Es verdad que ellos no sabrían explicar el porqué o el cómo, pero sí sabían para qué. Como el caso de la plata para conservar y esterilizar el agua. Los primeros trabajos publicados sobre el uso de la plata para tratar las heridas datan del siglo XVII. Durante el siglo XIX se desarrollaron tratamientos con sales de plata por sus propiedades antimicrobianas e incluso a finales de siglo se comenzó a utilizar el hilo de plata por los cirujanos para prevenir las posibles infecciones posoperatorias. Otro ejemplo en este mismo siglo lo tenemos en la colonización del Far West por el hombre blanco. El desconocimiento de la orografía y de lugares donde abastecerse de agua daban especial importancia al traslado de grandes cantidades de esta y, sobre todo, a su conservación. Y el método de conservación no era otro que echar una moneda de plata al agua. Pues en el siglo V a. C., como decía al principio, no sabrían explicar cómo ni por qué, pero según nos cuenta Heródoto, Ciro II de Persia siempre llevaba consigo grandes vasijas de plata para transportar el agua en sus múltiples expediciones de conquista. Hoy en día sabemos que la plata es un agente antimicrobiano de amplio espectro cuya eficacia ha sido ampliamente probada frente a los microorganismos más dañinos que aparecen en la vida cotidiana, como E. Coli, Legionella, Pseudomonas o Salmonella, entre otros. Además, es insípido, inodoro, no es tóxico y sirve para tratar más de seiscientas enfermedades virales y bacterianas (parásitos, herpes, cándidas…). Sólo tiene un problema, la plata no funciona como superficie antimicrobiana cuando está seca, ya que reacciona a la humedad liberando iones de plata que actúan frente a las bacterias.

Y aquí llega el producto estrella, el cobre. Los antiguos egipcios usaban cobre para esterilizar el agua potable, curar dolores de cabeza y ayudar con las afecciones de la piel, y los soldados utilizaban las limaduras de sus espadas de bronce (aleación de bronce yo estaño) para evitar las infecciones de las heridas. Hipócrates, uno de los primeros referentes de la medicina, recomendaba el cobre como tratamiento para diversas enfermedades. De manera similar, en la India y el Lejano Oriente, el cobre se usaba para tratar afecciones de la piel y enfermedades pulmonares. También conocían sus propiedades en la antigua civilización azteca, donde trataban el dolor de garganta y las infecciones respiratorias con una especie de infusiones de cobre. En Roma, los médicos recomendaron el uso de cobre para limpiar el cuerpo de toxinas, curar úlceras bucales e incluso enfermedades venéreas. Durante la epidemia de cólera del siglo XIX en París, los médicos se quedaron perplejos ante la «aparente» inmunidad de los trabajadores del cobre. También el mundo del vino ha sabido sacar provecho a esta panacea antimicrobiana, ya que se utiliza el sulfato de cobre para prevenir la aparición de hongos, una de las grandes amenazas que puede arruinar la cosecha. En 1882, Pierre Marie Alexis Millardet, un profesor de Botánica en Burdeos, observó en una viña afectada por mildiu que la mayoría de las viñas habían perdido sus hojas, excepto las filas más cercanas a la carretera que se habían impregnado con una pasta de sulfato de cobre y agua. Millardet comenzó a hacer mezclas con sulfato de cobre, cal y agua, y en 1885 elaboró el bouillie bordelaise o “caldo bordelés”, uno de los primeros fungicidas de la historia. Y una prueba más que, con la información que tenemos en estos momentos todos sabemos, es que la superficie en la que menos tiempo sobrevive el bicho es sobre nuestro querido cobre.

El cobre comenzó a ser frecuente desde la Revolución industrial como materia prima de objetos, accesorios o instalaciones, y aunque hoy en día sostiene nuestra civilización (la electricidad, el abastecimiento de agua, los transportes y las telecomunicaciones dependen de este metal conductor), a lo largo del siglo XX su uso se fue sustituyendo por otros materiales más elegantes y, sobre todo, más baratos, como el plástico, el vidrio templado, el aluminio o el acero inoxidable. Estudios recientes puestos a prueba en entornos sanitarios han demostrado que, con la mismo limpieza y hábitos de siempre, con superficies y materiales de cobre (o aleaciones) se produce una reducción de hasta el 90% de las bacterias en las superficies, y este mismo trabajo llevado a las unidades de cuidados intensivos mostró una reducción del 58% de las infecciones en los pacientes. Así que, se puede concluir que el cobre, que además con el paso del tiempo no disminuyen sus propiedades, no solo puede curar varias enfermedades, sino que también ayuda a prevenirlas.

Como dice Bill Keevil, director de la Unidad de Salud Ambiental de la Facultad de Ciencias Biológicas de la Universidad de Southampton…

Es hora de recuperar el cobre en los espacios públicos, y en los hospitales en particular. Ante un futuro inevitable de pandemias mundiales, deberíamos usar cobre en la atención médica, el transporte público e incluso en nuestros hogares. Y aunque es demasiado tarde para detener el COVID-19, no lo es para pensar en la próxima pandemia.