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Ilustración: Julián Guzmán | VICE Colombia.

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Sexo

Fui a una sala de orgías en Bogotá y me sentí más solo que nunca

He estado yendo al psicólogo desde hace años. Una de las tareas que me he impuesto es realizar terapia de choque. Mis problemas para disociar amor y sexo podrían resolverse yendo a este lugar.

Artículo publicado por VICE Colombia.


Me recibió un tipo de baja estatura, flaco, vestido con una vieja camisa verde y unos jeans desgastados que le quedaban grandes. Tras conducirme a un cuarto con varias pantallas de televisión, butacas de metal largas, muebles de madera vieja y pintura verde desgastada, me cobró los 50 mil pesos de cover y me entregó una toalla diminuta, candado y llaves, y un paquete de condones.

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—Usted ya ha venido acá, ¿cierto? —me dijo.

—No —le respondí.

—Qué raro, su cara se me hace conocida.

—Pero venga, cómo es la dinámica —le pregunté.

—A ver, papi, vaya a ese cuarto al fondo. Ahí puede dejar sus cosas y luego puede ingresar a las zonas húmedas y participar.

La verdad, las instrucciones me servían porque yo en realidad no había ido antes. Después de 40 minutos en un uber de Chapinero a Kennedy, y varias vueltas en mi cabeza sobre qué tan peligroso u hostil podía ser lo que estaba haciendo, finalmente decidí aventurarme. Llevaba semanas haciendo búsquedas de Google con términos como prepagos en Bogotá, fiestas swinger y gangbangs. Este último término era el que más me llamaba la atención porque se trata de fiestas en las que varios hombres tienen relaciones sexuales con una sola mujer sin ningún tipo de regla ni límites. Es tal vez una de las formas más animales y salvajes de sexo grupal. Prefería encontrar algo así porque quería vivir la experiencia en la que el sexo estuviera lo más separado posible del amor, una separación que me ha costado trabajo hacer a lo largo de mi vida.

En mis búsquedas encontré muchas prepagos y unos cuantos bares swingers. Lugares donde se hiciera gangbang solo encontré uno, que fue al que terminé yendo. En ese lugar se hacen orgías de miércoles a viernes y algunos lunes en la mañana. También encontré gente que busca mujeres interesadas en este tipo de prácticas y una que otra mujer que vende cupos para recibir hombres en su casa.

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Fui un miércoles. Ese mismo día había una noche de “solos y solas” en uno de los bares swingers que encontré. Me debatía entre ir a eso o ir a la fiesta gangbang. Me decanté por la segunda opción porque sabía que en esta última no hay que pedir permiso ni generar ningún tipo de confianza entre el hombre y la mujer. No hay que levantarse a nadie. No hay que arriesgarse a un rechazo.

Esto sucedió así porque pocos días antes le dije a mi exnovia que tratáramos de ser amigos de nuevo. No fue mucho tiempo después de que ella me terminara de una forma triste y atroz. Predecible. Fue una relación corta e intensa, linda y dolorosa. Vivimos juntos un tiempo, viajamos un par de veces y se acabó en el momento que más sentía que ella me iba a decir que me amaba.

Todo el tiempo que estuvimos juntos la envidié porque me decía que siempre pudo acostarse con quien ella quería y yo no. A mí siempre me ha costado eso y siempre he querido ser alguien como ella. Recientemente, unas semanas antes de ir a este sitio, llegué a la conclusión de que una de las trabas para ese propósito había sido mi incapacidad de desconectar el sexo del amor.

Llevo tres años en terapia psicológica. Me sirvió para tener el valor de hablarle hace un año a la que hoy es mi exnovia y para poder afrontar nuestra ruptura de una forma saludable.

Después de todo ese tiempo, pude dejar atrás varias creencias sobre mí que cultivé a causa del bullying en el colegio y de unos padres distantes que se daban más violencia e insultos que amor y cuidado. Contrario a lo que pensé durante mucho tiempo, sé que no soy una persona desagradable por mi aspecto físico, que las mujeres no me sienten asco y que puedo ser amado y deseado. Más aún, sé que puedo mostrar mi interés en una mujer de una forma respetuosa sin que ella lo considere un insulto.

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Sé que son cosas normales, pero la verdad es que siempre me costó creerlas. Buena parte de mi vida pensé que, si sentía algo por alguien, esa persona lo vería como una ofensa. Y todavía hay momentos en que eso vuelve a mi cabeza.

El miedo a ser rechazado no se ha ido. Todavía me cuesta mucho cualquier palabra de afecto, caricia o confesión amorosa. Son cosas que me paralizan. Pero ya no es un miedo con argumentos. Ya no encuentro justificación. Y también puedo actuar con independencia del miedo.

Quería enfrentarme a la experiencia sexual más desapegada de sentimientos que pudiera encontrar. Y quería hacer esto para ver cómo me sentía frente a la posibilidad de tener una vida sexual en la que no quepa el amor por la otra persona.

También he decidido hacer varias cosas que podría llamar “terapias de choque”. Es decir, enfrentarme de forma controlada a algo a lo que le tengo miedo con el fin de descubrir cómo me siento o de forzarme a ver que, en realidad, las consecuencias no son tan graves como pensaba. Un ejemplo de esto fue hace más de un año: decidí decirle a una mujer que me gustaba. Esto era algo que no había hecho hacía más de ocho años porque me daba pavor. Otro ejemplo fue el propio hecho de decirle a mi exnovia que fuéramos amigos, pues siempre había huido a una situación así por el clásico cliché de la “friendzone”, que siempre había considerado como una humillación.

Estos experimentos se fundamentan en varias cosas: cuando uno tiene experiencias tristes o dolorosas en el pasado, tiende a creer que las cosas siempre van a ser iguales a lo que vivió y esto da miedo. El miedo hace que uno se paralice y prefiera abstenerse de cosas que quisiera hacer, como iniciar una relación sentimental, tener compromisos, expresar sus sentimientos, asumir liderazgos en el trabajo, en fin.

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También puede suceder que uno tenga prejuicios sobre sí mismo o sobre otros que nunca haya querido afrontar porque aprendió desde mucho antes que nunca debe hacerlo. La mayoría de los miedos son irracionales y varían mucho de persona en persona. Es normal tener estos miedos. Conozco a alguien que temía hablar en reuniones porque se sentía inferior a los demás y conozco a otra persona que le atemorizaba sacar el pasaporte porque había tenido problemas legales en el pasado. Yo tengo miedo de arriesgarme a entablar relaciones sentimentales. La única forma de vencer estos miedos es enfrentándolos. Cuando uno afronta el miedo de una forma consciente puede darse cuenta de que, o lo que teme no es real, o las consecuencias no eran tan graves como pensaba.

Esta experiencia que viví es otro ejemplo. Quería enfrentarme a la experiencia sexual más desapegada de sentimientos que pudiera encontrar. Y quería hacer esto para ver cómo me sentía frente a la posibilidad de tener una vida sexual en la que no quepa el amor por la otra persona. No creo que la repita, pero fue muy importante.

Fue más o menos así.

Después de desnudarme y dejar mi ropa en los lockers de un cuarto más pequeño que el baño de un restaurante de almuerzo ejecutivo, me dirigí a las zonas húmedas con mi toalla en la cintura, mis condones en la mano, y las llaves del locker amarradas a un caucho que me apretaba el brazo derecho.

Justo al lado del salón con televisores había una división que llevaba a dos habitaciones: un cuarto de luz azul con un jacuzzi gigante y otra habitación que tenía unas bancas, varias colchonetas y dos sillas alargadas con forma de la letra ese. En esa división estaba una mujer pelinegra, acuerpada, de labios gruesos y un tatuaje de una cruz en el cuello. Estaba acompañada de un policía.

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No había nadie en el cuarto del jacuzzi. En el otro salón, sobre una de las colchonetas, estaba echada boca abajo una mujer desnuda. Un hombre gordo, pálido y calvo, sin una sola prenda que le cubriera los tatuajes, le masajeaba sus gigantescas nalgas. Al lado, en una de las sillas en forma de ese, estaba un negro flaco, joven, dientón, hermoso y vestido con unos boxers cafés y a cuadros.

Me senté a ver cómo el gordo masajeaba a la mujer en el piso. No pasaron más de cinco minutos antes de que la mujer de la entrada ingresara al cuarto. Habló con la del piso y entre las dos me dijeron que me acostara para que me hicieran un masaje.

Hice caso.

Mi masaje comenzó conmigo boca abajo y con un brazo extendido para manosear a la mujer que estaba con el gordo. La otra mujer acariciaba mi cuerpo meticulosamente. El gordo se puso un condón y penetró a su acompañante. Yo me di vuelta y comencé a besar y acariciar a mi masajista. Ocasionalmente mordí su cuello y sus senos. Pensé en mi exnovia en varios momentos. Me puse un condón y penetré a mi pareja del momento. Vi que el negro se masturbaba mientras nos observaba y lo escuché decir lugares comunes como "a usted le gusta que la monten como una yegua" y cosas por el estilo.

Una vez acabamos, la mujer me dio un beso y se fue. Yo me quedé echado un rato en el piso y luego pasé a la silla. Me sentí extremadamente solo y tuve ganas de llorar. El gordo estaba echado en una de las sillas en forma de ese y el negro no se había movido de su lugar. Los vi conversar y les pregunté la hora.

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—Son las 9:40. ¿Lo espera su mujer?— me preguntó.

—No. Tengo que madrugar al trabajo— le dije.

Sentí una angustia muy grande porque pensé que mi exnovia podía haberme escrito algo en el tiempo en que no estuve junto a mi celular. Ya fuera una risa o un mensaje de buenas noches, quería estar pendiente de cualquiera de sus palabras. Más aún, quería estar con ella en ese momento. Quería abrazarla y decirle que la amo. En los últimos tres días, después de que ella aceptara que intentáramos ser amigos, habíamos hablado con frecuencia y nos habíamos dado uno que otro mensaje de cariño. No era lo mismo que cuando éramos pareja, pero era diferente de los tres meses anteriores en los que solo nos comunicamos por correo.

Fui a los lockers para mirar mi celular y me estrellé con la realidad: no me había escrito. Volví a las zonas húmedas. El negro se había pasado a una de las colchonetas y se había quitado los boxers. La mujer que había estado con el gordo lo masajeaba lentamente y se concentraba especialmente en su pene, que era grande como el estereotipo lo dictaba.

El gordo le dio la vuelta a la mujer para que pusiera en cuatro piernas. Ella me dijo: "ponte un condón y te la chupo mientras tanto".

Yo me acosté aproximadamente a un metro y medio de distancia del negro y de su masajista. Al igual que ella, me concentré en su pene. Me llamaba mucho la atención su tamaño y el hecho de que, después de mucho tiempo y caricias, no había logrado una erección completa. En un momento él le dijo a ella que le dejara masajearle los senos. No sé si fue por desinterés o por molestia, pero la mujer se fue y dejó al negro solo. Dijo que volvía pero no lo hizo.

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La mujer con la que yo había tenido sexo había vuelto y se había acostado en la silla con forma de ese que el negro dejó para que lo masajearan en el piso.

Yo seguía sintiéndome solo. En la pantalla de un televisor que hay en la habitación se proyectaba pornografía. Le hablé a la que había sido mi compañera sexual unos minutos atrás porque, la verdad, quería cariño, no sexo.

—¿Quieres hacerte acá conmigo?

—Sí, rico.

Se acostó boca arriba con la cabeza entre mis piernas. Le acaricié el pecho y la besé. El gordo se unió sin pensarlo, la manoseó con violencia y la untó de saliva. Hicimos un trío. Al comienzo, la mujer estaba acostada boca arriba con la cabeza entre mis piernas y el gordo encima de ella. Ella me masturbaba con velocidad y precisión e intercalando ambas manos. El gordo la embestía, aunque no lo hacía muy duro ni muy rápido. Ella gritaba enloquecida. Yo le seguía acariciando los senos y ocasionalmente le daba palmadas en la cara.

El gordo le dio la vuelta a la mujer para que pusiera en cuatro piernas. Ella me dijo: "ponte un condón y te la chupo mientras tanto". Lo hice. Mientras el gordo embestía a la mujer por detrás, ella me hacía un sexo oral con movimientos igual o más rápidos que cuando me estaba masturbando. El gordo se detenía ocasionalmente para estimular su pene porque no lograba mantener la erección. También paraba para untar de saliva la entrepierna de la mujer.

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Vi que mis acompañantes también se alistaron y salieron al mismo tiempo que yo. Nos despedimos afuera del lugar sin mirarnos a la cara.

Mientras eso pasaba, el dueño del sitio vino y le dijo a la mujer que había un policía borracho buscándola. Ella le dijo que lo ignorara.

Nuestro trío transcurría con violencia y ritmo cuando llegó el policía. No era el mismo que vi cuando entré al sitio. No estaba en uniforme. Estaba tan ebrio que no podía hablar y sólo se comunicaba con señas. Vi que quiso decirme algo porque me miraba al mismo tiempo que se señalaba a sí mismo después de apuntar hacia la mujer. Posiblemente preguntaba si él también podía unirse. Se bajó el pantalón y se hizo muy cerca mío. Vi su pene colgando casi al lado de mi cara. Comenzó a manosear a la mujer. Al comienzo, ella trataba de ignorarlo y, cuando no se dejaba tocar con fastidio, lo empujaba o le quitaba la mano.

La dinámica duró pocos minutos. El administrador llegó y sacó al borracho que, entre movimientos torpes, se dejó llevar mientras se ponía el pantalón. No pasó mucho tiempo después de eso para que el gordo terminara.

Cuando el gordo terminó, la mujer me llevó a otra habitación en la que había una camilla y otra silla en forma de ese. Ella me puso boca arriba y me montó dando saltos violentos y gritando encima mío. Me dolía el pene. Cuando no aguanté más el dolor le pedí que se pusiera en cuatro piernas. Perdí mi erección. Ella tosió. Fingí un orgasmo. Me preguntó si alcancé a terminar y le dije que sí y le di las gracias. Me fui a las duchas.

Fue casi imposible quitarme el aceite del masaje. Las duchas eran eléctricas y el jabón estaba en un dispensador como de baño público. Eso me fastidió y decidí que mejor me bañaba al llegar a mi casa. Quería irme rápido para hablar con cualquier persona. Me sentía muy necesitado de afecto. Vi que mis acompañantes también se alistaron y salieron al mismo tiempo que yo. Nos despedimos afuera del lugar sin mirarnos a la cara.

Cuando salí pensé en pedir un uber pero no quería tomarme el tiempo de esperarlo. Paré el primer taxi que apareció y comencé a pensar en las posibilidades de haber contraído alguna enfermedad de transmisión sexual. Aunque usé condón, cosas como la masturbación violenta que me hizo la mujer en mi segunda relación sexual me preocupaba.

Pero el camino de regreso a mi casa también me trajo la reflexión de que mis deseos de acostarme con muchas mujeres y de separar el sexo del amor han estado más inspirados en querer ser como otros y no en ser yo. También es una forma injusta de castigarme por haber cedido ante alguien que me lastimó. La verdad es que prefiero arriesgarme a amar y a que me rechacen.

En el taxi de vuelta a mi casa le escribí a un amigo para contarle la historia. Me felicitó. También le escribí a otra exnovia y le hablé de cualquier cosa.

Sentí alivio de poder hablar con alguien.