El pensamiento cultural de Ludwig von Mises

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[The Journal of Libertarian Studies, vol. X, nº 1 (Otoño de 1991)]

Ludwig von Mises (1881-1973), heredero de la tradición austriaca fundada por Carl Menger y desarrollada por Eugen von Böhm-Bawerk, fue el principal pensador económico de su época. Sus ideas más conocidas incluyen la imposibilidad del cálculo económico bajo el socialismo, los orígenes monetarios del ciclo económico y una explicación y defensa del uso del razonamiento deductivo en las ciencias sociales (ver, por ejemplo, Rothbard, 1983).

En asuntos de políticas públicas, Mises era un firme defensor del mercado libre, la moneda fuerte y el estado de derecho. Durante su vida en EEUU (a donde emigró en 1940) fue considerado un miembro del movimiento conservador (ver, por ejemplo, Nash, 1976; East, 1986; y Filler, 1987) y escribió frecuentemente para publicaciones tan conservadoras como American Opinion, Christian Economics, Intercollegiate Review, Modem Age y National Review. Pero el conservadurismo político de Mises debe matizarse. Rothbard (1981) ha demostrado que Mises era un “radical del laissez faire” que apoyaba la autodeterminación nacional y el derecho a la secesión (incluso para grupos pequeños), la Revolución Francesa y la libre inmigración y se oponía a la guerra y el militarismo, posturas que no son características del conservadurismo. Sin embargo, el radicalismo político de Mises no implicaba ninguna simpatía por el libertinaje moral (la opinión de que el comportamiento humano no tendría que estar restringido por códigos formales ni informales de conducta o moral) o el relativismo cultural (la opinión de que todas las civilizaciones deberían considerarse como igualmente válidas). Por el contrario, las posturas que sostenía Mises sobre diversas cuestiones culturales eran características del conservadurismo tradicionalista estadounidense moderno.[1]

Este trabajo trata de presentar las opiniones de Mises sobre cuestiones culturales, así como su creencia en que ciertas instituciones culturales se refuerzan con un orden social de laissez faire. También busca demostrar que Mises se oponía no solo al programa político de la izquierda, sino también a su programa cultural, que veía como incoherente con un orden social de laissez faire y de hecho hostil hacia este.

Los socialistas tenían en mente más cosas que la economía política: también querían una revolución en las instituciones sociales, moral, artes, costumbres y relaciones entre los sexos y las razas. Los socialistas entendían que política y economía estaban ligadas inextricablemente a la cultura. Ningún defensor de un orden político económico concreto podía olvidar esto y Mises no lo hizo. Mises creía que el feminismo era una afirmación de igualdad, una revuelta contra la naturaleza y por tanto equivalente al socialismo; que la familia y la fidelidad marital eran esenciales para la civilización; que era posible hacer generalizaciones amplias y tal vez enunciados científicos acerca de las razas y los grupos étnicos; que tenían que estudiarse las desigualdades raciales aparentes, aunque no usarse para influir en la política estatal; que el “eurocentrismo” era el punto de vista adecuado y que no hacía falta simpatizar con la cultura de masas o la contracultura, algo que claramente Mises no hacía, para apoyar el mercado libre. De hecho, Mises era tan conservador en asuntos culturales que hoy sería considerado un reaccionario.[2]

       I.            Igualdad frente a desigualdad

El tema central en el tradicionalismo cultural de Mises era el hecho de la desigualdad humana. Por eso se oponía a toda forma de igualitarismo. “El hecho de que los hombres nazcan desiguales con respecto a sus capacidades físicas y mentales no puede descartarse”, escribía. “Algunos superan a sus iguales en salud y vigor, en cerebro y aptitudes, en energía y resolución y están por tanto mejor dotados para los asuntos mundanos que el resto de la humanidad” (Mises, 1961, pp. 190-191). Al defender esta tesis, Mises se apartaba, como haría muy a menudo, de la comunidad de la ciencia social de sus tiempos. Cita la afirmación de la Encyclopaedia of the Social Sciences (1930) de que “al nacer, los niños humanos, independientemente de su herencia, son tan iguales como los automóviles Ford”.

El mercado hace posible la existencia de la sociedad, principalmente porque es el único medio de cooperación social que tiene en cuenta la desigualdad propia de los hombres. Si todo hombre fuese idéntico a cualquier otro (y por tanto todos los recursos no humanos estuvieran igualmente disponibles para todos), no habría necesidad de formación de capital, división del trabajo o capitalismo. De hecho, si la afirmación de igualdad fuera cierta, no habría ningún problema económico ni social a discutir. Así que cuando Mises trata de apoyar la idea los economistas clásicos de la división del trabajo, la primera razón que invoca es la “desigualdad innata de los hombres”. El mercado, a través de la ley de la asociación, proporciona los medios para todos los hombres para cooperar bajo la división social del trabajo, permitiendo a todos llevar a cabo las tareas que se adecúen mejor a sus talentos, fortalezas y disposiciones individuales, aunque las tareas que realicen se consideren mundanas o extraordinarias (Mises, 1966, pp. 157-166).

El estado, sin la información generada por el mercado, no puede saber que tarea es la más apropiada para cada persona. Debido a las limitaciones con las que la naturaleza ha dotado a cada uno, en diversos grados, es inútil que estado intente erradicar las desigualdades. Hacerlo empeorará necesariamente las cosas.[3]

Mises creía en la doctrina de la igualdad ante la ley, pero se oponía al intento de hacerla deducir de la supuesta igualdad de todos los hombres: “Solo los enemigos mortales de la libertad individual y la autodeterminación” hacen eso (Mises, 1966, pp. 840-842). Tampoco la democracia, ni la “democracia representativa” deberían justificarse sobre la base de la igualdad: hacerlo es “defectuoso e insostenible” (Mises, 1961, p. 196). Quienes argumentan a favor de la “preeminencia moral e intelectual de las masas” o dicen que “la voz del pueblo es la voz de Dios” están en la mayoría de los casos tratando de “sustituir el gobierno representativo por el despotismo” (p. 197). Para Mises, la democracia solo tiene una justificación: la sucesión pacífica en el gobierno. La norma de la mayoría no es “un principio metafísico” (p. 197).[4]

Así que Mises se encuentra en una posición diametralmente opuesta al igualitarismo político y cultural que lleva mucho tiempo siendo el principio operativo del estado moderno (ver, por ejemplo, Mora, 1987, y Schoeck, 1966).

    II.            Sexo, familia y feminismo

Un ejemplo emotivo del antiigualitarismo de Mises puede encontrarse a sus escritos sobre sexualidad, familia, amor libre y feminismo. Aunque Mises no derivaba sus opiniones de una deferencia hacia la tradición, razonaba que las normas e instituciones tradicionales derivaban claramente de la interacción natural de hombres y mujeres en libertad y que estas normas e instituciones se formaban por la necesidad biológica de la división sexual del trabajo en combinación con la ley del contrato, que tenía ese efecto civilizador sobre las relaciones sexuales.

A.     El instinto sexual

En Socialismo (1922), Mises trataba de refutar los argumentos de quienes acabarían con el “orden natural” del capitalismo favoreciendo un colectivismo antinatural. Al hacerlo, atacaba todo el programa de los socialistas, que consideraba internamente incoherente, aunque coherentemente destructivo. Así, Mises observaba: “Las propuestas para transformar las relaciones entre los sexos han ido mucho tiempo de la mano con planes para la socialización de los medios de producción”. “El matrimonio tiene que desaparecer junto con la propiedad privada. (…) Cuando el hombre sea liberado del yugo trabajo económico, el amor será liberado de todas las ataduras económicas que lo han profanado. El socialismo promete, no solo bienestar (riqueza para todos), sino también felicidad universal en el amor” (p. 74).

Mises no veía nada degradante en las relaciones sexuales: condenaba a la opinión de que el sexo debía considerarse un mal necesario. Para Mises, las relaciones sexuales estaban ligadas a la inclinación humana hacia la sensualidad. Sin embargo, para alcanzar su máxima expresión, la sensualidad debe llevarse a cabo bajo una disciplina que solo los humanos, y no los animales, tienen la capacidad de lograr (p. 88). De hecho, el proceso de convertirse en nombre está en definitiva relacionado con la lucha por la disciplina sexual y la fidelidad en una vida familiar monógama. “Hay un proceso por el cual toda persona debe pasar en su vida para que sus energías sexuales despeguen de la forma difusa que tienen en la infancia y adopten su forma madura final”, escribía Mises. “Debe desarrollar su fortaleza psicológica interna que impide el flujo de energía sexual indiferenciada y, como una presa, altera su dirección” (p. 74). Citando a Freud, decía que la necesidad de asumir el proceso de controlar la “energía sexual” es difícil y que “no todos escapan incólumes de la ansiedad y la lucha de este cambio. Muchos sucumben, muchos se convierten en neuróticos o locos”.

En esa lucha por refrenar las ansias sexuales, la mayoría de los hombres superan sus instintos y aprenden a controlar su energía sexual, un componente esencial de una vida pacífica y completa. Al hacerlo, algunos hombres “recurren a la religión, otros a la filosofía y otros más se conforman con la vida cotidiana” (p. 84). Pero hay un grupo que nunca se ajusta: “los hombres que no saben dónde o cómo encontrar la paz”. “Quien conseguir y mantener la felicidad a cualquier precio. Luchan con todas sus fuerzas contra los barrotes de aprisionan sus instintos”. Con estos hombres, los matrimonios a menudo quedan “destrozados”, no por el orden capitalista (como afirman los socialistas) sino por la “enfermedad” de “germina, no fuera, sino dentro: crece de la disposición natural de las partes afectadas”.

Mises sostenía que la neurosis causada por la lucha por la fidelidad era explotada por socialistas y utópicos para avanzar en sus programas políticos. Además, “cabía esperar esto además porque muchos de ellos son neuróticos que sufren una desgraciada evolución de su instinto sexual” (p. 75). Mises llega a ofrecer un programa de investigación: Hablando del socialista François Marie Charles Fourier (1772-1837), Mises observaba que el “desorden” sexual era “evidente en cada línea de sus escritos”: “Es una pena que nadie haya tratado de examinar su historia vital usando el método psicoanalítico” (p. 75).

Al explicar el papel del sexo, Mises establece una aguda distinción entre hombres y mujeres. “Está claro”, escribe, “que el sexo es menos importante en la vida del hombre que en la de la mujer. La satisfacción le trae al hombre relajo y paz mental. Pero para la mujer la carga de la maternidad empieza aquí. Su destino se determina completamente por el sexo: en la vida del hombre no es más que algo incidental. Por muy ferviente e incondicionalmente que ame él, por mucho que haga por el bien de la mujer, siempre queda por encima de lo sexual. Incluso las mujeres acaban desdeñando al hombre que está completamente absorbido por el sexo. Pero la mujer tiene que agotarse en el amor y como madre al servicio del instinto sexual. Lo hombres pueden a menudo encontrar difícil, ante todas las preocupaciones de su profesión, conservar su libertad interior y desarrollar así su individualidad, pero no será su vida sexual lo que más le distraiga. Sin embargo, para las mujeres el sexo es el mayor de los obstáculos” (p. 88).

Mises creía que el destino de todas las civilizaciones dependía de su actitud hacia las relaciones entre los sexos. La actitud apropiada establece la cooperación entre los sexos, para que los hombres no se vean “arrastrados por las mujeres” a las “bajas esferas de la servidumbre psicológica” (al obsesionarse con los deseos sexuales y la satisfacción sensual) y así esas mujeres puedan conservar la “libertad de vida interior” (entrando en relaciones sexuales sobre bases consensuales). Llegar a este ideal es “parte del problema cultural de la humanidad”. Por ejemplo, no lograr cooperación sexual “destruyó Oriente”. “Todo movimiento progresista que empezó a desarrollar una personalidad fue frustrado prematuramente por las mujeres, que arrastraron a los hombres hacia las miasmas del harén”. Mises estaba en desacuerdo con aquellos que sostenían que los orientales “entendían las cuestiones últimas de la existencia más profundamente que toda la filosofía de Europa”. De hecho, “nunca han sido capaces de liberarse en asuntos sexuales” y eso ha “sellado el destino de su cultura”. Igualmente, los griegos erraban, decía Mises, al excluir de la cultura a las mujeres casadas. El amor del hombre griego “era solo para la hetaira. Y acababa no estando satisfecho ni siquiera con ella y recurría al amor homosexual. Platón ve el amor de los hombres jóvenes transfigurado por la unión espiritual de los amantes. (…) Para él, el amor de la mujer era simplemente una grosera satisfacción sensual” (p. 89). La tentación de la “grosera satisfacción sensual” tenía que superarse para que hombres y mujeres pueden llegar a una comprensión civilizada de sus respectivos roles sexuales.

La prostitución contradice este espíritu cooperativo. Desde hacía mucho los socialistas habían afirmado que la prostitución era un producto del capitalismo, obligando a las mujeres a vender sus cuerpos a hombres explotadores. Mises comenta que “la prostitución es una institución extremadamente antigua, sin que apenas se conozca ningún pueblo en el que no haya existido nunca” (p. 92). Es un “resto” de la era precapitalista, “no un síntoma de la decadencia de una cultura superior [el capitalismo occidental]”. Fue el “ideal del capitalismo” el que contribuyó a producir la “demanda de abstinencia del hombre fuera del matrimonio”, al insistir en “iguales derechos morales para hombres y mujeres”. Así que el capitalismo, argumenta Mises, desanima la prostitución. Aquí aplica su modelo de que cualquier cosa que esté de acuerdo con la naturaleza del hombre (como la fidelidad sexual dentro del matrimonio) se ve estimulado por el único sistema económico, el capitalismo, que está también de acuerdo con la naturaleza del hombre.

Al igualar todas las rentas y eliminar todas las vías para obtener riqueza, el socialismo podría ser capaz de eliminar la “tentación económica para la prostitución” (p. 92), pero eso no resolvería los problemas asociados con el instinto sexual. Por el contrario, las quejas socialistas acerca de vidas sexuales desordenadas bajo el capitalismo llegarían a su culminación bajo el socialismo. “Al volver al principio a la violencia” y crear condiciones desequilibradas para la cooperación social, el socialismo “debe reclamar finalmente promiscuidad en la vida sexual” (p. 91).

B.     Matrimonio frente a amor libre

Mises consideraba el matrimonio como una institución social inevitable, parte de “un ajuste de la persona al orden social por el cual se le asigna un cierto campo de actividad, con todas sus tareas y requisitos” (Mises, 1922, p. 85). El matrimonio, decía Mises, refrena los instintos sexuales del hombre y permite a la mujer lograr lo que la naturaleza y la biología nos dicen que es su ocupación principal: criar y cuidar a los hijos para la familia.

Los socialistas declararon la guerra a esto. “El marxismo en realidad busca combatir el matrimonio igual que busca justificar la abolición de la propiedad privada” (p. 75). Los marxistas afirman que el matrimonio nunca fue parte de la sociedad natural y que el capitalismo creó “todos los males imaginables”, incluyendo el matrimonio y la dominación de las mujeres por los hombres (ver, por ejemplo, Shafarevich, 1974).

Al dedicarse a refutar la versión marxista de la historia, Mises veía dos fases históricas en las relaciones entre los sexos: la era de la violencia y la era del capitalismo. Durante la era de la violencia, “la agresividad masculina, que está implícita en la misma naturaleza de las relaciones sexuales, se lleva al extremo. El hombre se apropia de la mujer y la posee como objeto sexual en el mismo sentido que en que posee otras cosas del mundo exterior. Aquí la mujer se convierte completamente en una cosa. Es robada y comprada, es entregada, vendida y ordenada: en resumen, es como un esclavo en la casa” (Mises, 1992, p. 76). Además, “donde domina el principio de la violencia, la poligamia es universal. Todo hombre tiene tantas mujeres como pueda defender. Las esposas son una forma de propiedad, de la que siempre es mejor tener muchas que pocas” (p. 81).

Esta situación no podía durar más de lo que puede durar el socialismo. “Va contra la naturaleza que el hombre deba tomar a la mujer como algo inferior”. Mises explica que el “acto sexual es un toma y daca mutuo y una actitud meramente sufridora en la mujer disminuye el placer del hombre. Para quedar satisfecho debe despertar su respuesta”. Una vez se recibe, está claro que “el vencedor que ha arrastrado a la esclava a su lecho nupcial, el comprador que ha adquirido la hija a su padre debe cortejarla para conseguir lo que no puede darle la violación de la resistencia de la mujer. El hombre que habla aparentemente del dominio sin límites de su mujer no es tan poderoso en su casa como piensa: debe conceder parte de este dominio a la mujer, aunque los oculte vergonzosamente al mundo” (p. 78).

La era de la violencia era también “contraria a la naturaleza”, porque “lo característico del amor, la sobrevaloración del objeto, no puede existir cuando las mujeres ocupan un lugar desdeñado. (…) Pues bajo este sistema, ella es meramente una esclava, pero lo natural en el amor es considerarla una reina”. Bajo la violencia, la acción sexual se convertirá en “un esfuerzo psicológico extraordinario que solo tiene éxito con la ayuda de estímulos especiales. Este es así cada vez más en la medida en que la persona se ve obligada por el principio de la violencia” y hace así la relación sexual cada vez más difícil (p. 78). Sin embargo, la llegada del capitalismo corrigió esto, al considerar las relaciones entre los sexos más en línea con la naturaleza. La sociedad empezó a ver las relaciones maritales como un contrato, que hace a la “esposa un socio con derechos iguales. Pasa de ser una relación unilateral basada en la fuerza a convertirse en un acuerdo mutuo. (…) Paso a paso, consigue el puesto en el hogar que mantiene hoy” (p. 82).

Todos los ideales modernos del matrimonio derivan del contrato: “el que el matrimonio une a un hombre y una mujer, que solo puede realizarse con la voluntad libre de ambas partes, que impone una obligación de fidelidad mutua, que las violaciones por parte de un hombre de los votos matrimoniales no deben juzgarse de manera distinta que las de las mujeres, que los derechos de marido y mujer son esencialmente los mismos” (p. 82). Este cambio se refleja en las actitudes antigua y capitalista hacia el divorcio. Bajo el “derecho moderno”, un hombre ya no tiene un “derecho a repudiar a su esposa que en un tiempo poseía el hombre”. Mises señala que “la Iglesia lideró la lucha contra el divorcio”, pero dice que debería “recordarse que la existencia del ideal moderno de matrimonio monógamo (de esposo y esposa con iguales derechos), en cuya defensa quiere intervenir la Iglesia, es el resultado del desarrollo capitalista, y no del eclesial” (p. 83).

Mises también replicaba a la afirmación socialista y libertina de que como algunos genios habían rechazado el matrimonio, la validez de la institución debería resultar dudosa. Es verdad, dice, que “el genio no deja que le moleste ninguna consideración por la comodidad de sus congéneres, ni siquiera de los más cercanos. Los lazos del matrimonio se convierten en ataduras intolerables que el genio trata de repudiar o al menos aflojar como para poder moverse libremente. (…) Es realmente raro que se le conceda la felicidad de encontrar una mujer dispuesta y capaz de ir con él por su camino solitario” (pp. 85-86). Esto “se sabe desde hace mucho”, dice Mises. “Las los habían aceptado tan totalmente que cualquiera que traicionara a su esposa se sentía con derecho a justificar su acción en estos términos”. Pero el verdadero genio “es raro y una institución social no se convierte en imposible solo porque uno o dos hombres excepcionales sean incapaces de adaptarse a ella” (p. 86).

Los socialistas también usaban la infelicidad de algunos matrimonios para cuestionar la propia institución. Mises está de acuerdo en que no es realista que “la pareja casada reclame que su unión satisfaga permanentemente los deseos”, pero hay que reconocer que solo el matrimonio ha creado un ideal como ese. Pero esto conlleva un peligro. “Sabemos con seguridad que el deseo de gratificado se enfría antes o después y que los intentos de hacer permanentes las horas fugitivas de romance serían vanos”. Dice a los socialistas que “no podemos culpar al matrimonio de que sea incapaz de cambiar nuestra vida en la tierra en una serie infinita de momentos de éxtasis, todos radiantes con los placeres del amor” (p. 85). La mayoría de los matrimonios, decía Mises, no se ajustan a la caricatura socialista (amargo, patológico, abusivo), especialmente no los “bendecidos con hijos”. En estos, “ el amor pasado se desvanece lenta e inadvertidamente; en su lugar se desarrolla un afecto amistoso que durante mucho tiempo se interrumpe de vez en cuando con un breve parpadeo del antiguo amor; vivir juntos se convierte en habitual y en los niños, en cuyo desarrollo reviven su juventud, los padres se encuentran la consolación por la renuncia que se han visto obligados a hacer al privarles la vejez de su fortaleza” (pp. 83-84).

Mises señala que “ningún otro libro socialista alemán fue más ampliamente leído o más eficaz como propaganda que Mujer y socialismo, de August Bebel, que está dedicado sobre todo al mensaje del amor libre” (p. 74). Es así porque “el amor libre es la solución radical socialista para los problemas sexuales” (p. 87). Bajo el amor libre, “la decisión en el amor se vuelve completamente libre”, así que hombres y mujeres “se unen y separan según sus deseos”. Todos los niños son criados, sostenidos y educados por el estado. Y “las relaciones entre los sexos ya no están influidas por condiciones sociales ni económicas”.

Sin embargo, la respuesta del teólogo moral es “completamente inadecuada” (p. 87). Para Mises, la libertad sexual radical no interesa a hombres y mujeres. El amor libre degrada la sexualidad y reduce la belleza y sensualidad a promiscuidad y fuerza. Solo el matrimonio une a un hombre y una mujer “como compañeros y camaradas iguales y nacidos libres”. El contrato permite a la mujer “negarse a cualquiera” y “reclamar fidelidad y constancia al hombre al que se entrega” (p. 91). El amor libre se enfrenta a la naturaleza, igual que los intentos “pseudodemocráticos” de “eliminar las desigualdades naturales y condicionadas socialmente”. En su campaña por una igualdad absoluta, los socialistas siguen un patrón constante. Trabajan para “hacer a las mujeres iguales que los hombres”, un objetivo que no permite la naturaleza, igual que no soporta el intento socialista de “hacer a los fuertes iguales que los débiles, a la gente sin talento igual que la que no lo tiene y a los sanos iguales que los enfermos” (p. 90).[5]

Con respecto al cuidado infantil estatal que reclaman los defensores del amor libre, Mises escribía que “quitarle los hijos a una mujer y ponerlos en una institución es quitarle parte de su vida y a los niños se les priva de las influencias de mayor alcance cuando son arrancados del seno de la familia”. Para que una persona crezca como un “ser humano sano”, los padres deben enseñar a su hijo a amar. Por eso el cuidado infantil estatal lleva a “neurosis y homosexualidad” (p. 91). “No es casualidad”, dice Mises, que Platón, que “solo veía la satisfacción del ansia física en las relaciones entre los sexos”, también propusiera “tratar a Hombres y mujeres como radicalmente iguales, regular las relaciones sexuales por el estado” y “llevar a los niños a hogares públicos de acogida al nacer” (p. 91).

C.     El feminismo como revuelta contra la naturaleza

Mises establecía una distinción radical entre dos tipos de igualdad. La primera reclama que la ley trate a todos imparcialmente. La segunda declara la guerra a la naturaleza al reclamar que se eliminen todas las desigualdades naturales y sociales. Mises pensaba que la búsqueda de la segunda siempre ocasionaría la eliminación de la primera. Eso equivale a decir que la igualdad absoluta significa que la gente será tratada desigualmente (e injustamente) mediante la coacción estatal.

Mises escribe con desaprobación en Liberalismo (1927) acerca de los primeros liberales que pensaban que “Dios creó a todos los hombres iguales, dotándoles esencialmente de las mismas capacidades y talentos, insuflando en ellos el aliento de Su espíritu. Todas las distinciones entre hombres” se pensaba que eran el “producto de instituciones sociales y humanas, es decir, transitorias”. Los socialistas defienden un tipo distinto de igualdad, pero basada en el mismo supuesto previo. Sobre estas opiniones, Mises escribe que “nada” es tan “poco fundamentado como la afirmación de la supuesta igualdad de todos los miembros de la raza humana, (…) Los hombres no son iguales y la demanda de igualdad ante la ley no puede basarse en modo alguno en la idea de que se debe un trato igual a los iguales” (p. 28). Es porque Mises alababa la igualdad ante la ley y rechazaba la “igualdad radical” por lo que no tenía simpatía por las feministas.

El “feminismo del siglo XIX”, que Mises rechazaba, sostenía que el matrimonio obligaba a las mujeres al sacrificio personal y les negaba toda libertad, mientras que “daba al hombre espacio suficiente para desarrollar sus habilidades”. Esta era la “naturaleza intransformable de matrimonio, que aúna a marido y mujer y así devalúa a la mujer más débil para que sea servidora del hombre”. Para las feministas del siglo XIX, no era posible ninguna reforma del matrimonio: “solo la abolición completa de la institución podía remediar el mal”. Lo que debía remplazarla eran “relaciones laxas que dieran libertad a amabas partes” (Mises, 1922, p. 86). Mises tampoco simpatizaba con el feminismo del siglo XX. Ambos olvidaban “el hecho de que la expansión de los poderes y habilidades femeninos se ve inhibido, no por el matrimonio, no por estar ligadas a un hombre, niños y hogar, sino a la forma más absorbente en la que la función sexual afecta al cuerpo femenino” (p. 86).

Sobre la reclamación de igualdad radical, Mises dice que “la diferencia entre carácter sexual y destino sexual no puede declararse eliminada, como las demás desigualdades de la humanidad. No es el matrimonio el que mantiene a la mujer sin libertad en su interior, sino el hecho de que su carácter sexual se somete a un hombre y el amor por su marido e hijos consume sus mejores energías. No hay ninguna ley humana que impida a la mujer que busque la felicidad en una carrera renunciar al amor y el matrimonio. Pero a quienes no renuncian a ellos no les queda suficiente fortaleza para dirigir su vida como pueden hacerlo los hombres. Es un hecho que el sexo posee toda su personalidad, y no los hechos del matrimonio y la familia, lo que encadena a la mujer. Al ‘abolir’ el matrimonio no se hace a la mujer más libres ni más feliz: sencillamente se le quita el contenido esencial de su vida y nadie puede ofrecer nada que lo remplace” (p. 90).

Para Mises, estos hechos inalterables influyen en la división del trabajo entre hombres y mujeres. Exploraba lo que consideraba como limitaciones naturales de las mujeres en la división del trabajo y su capacidad de alcanzar genio y grandeza al nivel de los hombres: “El embarazo y la cría de niños reclaman los mejores años de las vidas de las mujeres, los años en los que un hombre dedicar sus energías a grandes logros. Se puede creer que la distribución desigual de la carga de la reproducción es una injusticia de la naturaleza o que es injusto que la mujer sea la que genere y cuide a los niños, pero creer esto no altera el hecho. Puede ser que una mujer pueda elegir entre renunciar a la alegría más profundamente femenina, la alegría de la maternidad, o el desarrollo más masculino de su personalidad en acción y empeño. Puede ser que no tenga esa alternativa. Puede ser que al suprimir su necesidad de maternidad se dañe a sí misma reaccionando a través de todas las demás funciones de su ser. Pero sea cual sea la verdad de esto, permanece el hecho de que cuando se convierte en madre, con o sin matrimonio, se le impide dirigir su vida tan libre e independientemente como un hombre. Mujeres extraordinariamente dotadas pueden lograr cosas buenas a pesar de su maternidad, pero como las funciones del sexo tienen prioridad en la mujer, se la niegan el genio y los grandes logros” (p. 86).

Mises resumía su postura sobre el feminismo distinguiendo entre la afirmación de que había que conceder a las mujeres una posición igual a la de los hombres (un deseo completamente de acuerdo con el capitalismo y la naturaleza) y la afirmación radical de igualdad absoluta, que equivale al socialismo. Escribía: “Mientras el feminismo busque igualar la posición legal de la mujer con la del hombre, mientras busque ofrecer la libertad legal y económica para desarrollarse y actuar de acuerdo con sus inclinaciones, deseos y circunstancias económicas, mientras no sea más que una rama del gran movimiento liberal, que defiende una evolución pacífica y libre. Cuando, yendo más allá de esto, ataca a las instituciones de la vida social bajo la impresión de que así será capaz de eliminar las barreras naturales, es un hijo espiritual del socialismo. Pues una característica del socialismo es descubrir en las instituciones sociales el origen de los hechos inalterables de la naturaleza y tratar de reformar estas instituciones para reformar la naturaleza” (p. 87).

Los intentos de enrolar al feminismo en el bando de la libertad estarían condenados al fracaso, en opinión de Mises, ya que las dos ideologías están esencialmente en desacuerdo con respecto a las limitaciones que la naturaleza ha impuesto a las posibilidades humanas (comparar con McElroy, 1982, pp. 3-26). Por esta razón Mises veía la política pública sobre la relación entre los sexes llegando a su ideal al inicio del siglo XX. “Hoy en día, la posición de la mujer difiere de la posición del hombre solo en la medida en que difieren sus maneras peculiares de ganarse la vida” (Mises, 1922, p. 82). Lo que quedaba del orden anterior no le preocupaba: “Los restos de los privilegios de los hombres tienen poca importancia. Son privilegios honoríficos. Por ejemplo, la esposa sigue llevando en nombre de su marido” (p. 82).

Tampoco a Mises le preocupaban las leyes que regulaban la vida privada. “Ahora hombres y mujeres son iguales ante la ley”, escribe Mises. “Las pequeñas diferencias que siguen existiendo en el derecho privado no tienen importancia práctica. Por ejemplo, el que la ley obligue a la mujer a obedecer a su marido no es especialmente importante: mientras un matrimonio sobreviva, una parte tendrá que seguir a la otra y si el marido o la esposa es más fuerte, está claro que no importa qué párrafos del código legal puedan imponerse” (p. 89).

Mises reservaba sus críticas más duras para lo fines políticos del feminismo. Consideraba las leyes contra el sufragio femenino y su elección para cargos públicos como expresiones en gran medida de lo que es inherente en la naturaleza. Mises escribe: “Ya no es de gran importancia que los derechos políticos de la mujer estén restringidos, que a las mujeres se les niegue el voto y el derecho a ejercer cargos públicos. Pues al conceder a las mujeres la fortaleza política proporcional de los partidos políticos no se altera mucho el conjunto; las mujeres de estos partidos que sufrirán mucho por los cambios a esperar (en todo caso, no importantes) tendrían, por su propio interés, que convertirse en oponentes en lugar de respaldadoras del sufragio femenino. El derecho a ocupar cargos públicos se niega a las mujeres menos por las limitaciones legales de sus derechos que por su carácter sexual. Sin infravalorar el valor de la lucha de las feministas por extender los derechos civiles de las mujeres, podemos arriesgarnos con convicción a afirmar que ni las mujeres ni la comunidad se ven muy dañadas por las minucias de la posición legal de las mujeres que sigue permaneciendo en la legislación de los estados civilizados” (pp. 89-90).

                                                                                                                                           III.            Raza y etnia

El tradicionalismo cultural de Mises también le llevaba a oponerse al igualitarismo con respecto a los rasgos distintivos de grupos raciales y étnicos concretos. Creía que todos los seres humanos eran desiguales de por sí y que esas desigualdades pueden generalizarse de acuerdo con los patrones sociales que se desarrollan en términos de raza y etnia. Veía la investigación que busca estudiar esas diferencias raciales y étnicas, con el apropiado contexto científico, como legítima. Sin embargo, condenaba las distinciones impuestas por el estado entre los diversos grupos y quería que todas ellas, independientemente de cuáles pudieran ser sus capacidades intelectuales y sociales, incorporadas a la división del trabajo.

Desde el principio, Mises condenó la teoría del determinismo racial y la categorización racial rígida, especialmente cuando era defendida por pseudociencias. Expresaba frustración e incluso disgusto ante algunos de los intentos por diferenciar entre grupos raciales. En Nación, estado y economía (1919), una de sus primeras obras, escribe: “Lo que se ha descubierto hasta ahora en las ciencias [raciales] es, por supuesto, bastante escaso y ha crecido como un matorral de error, fantasía y misticismo” (p. 11). Protestaba ante los procedimientos no científicos racistas, que consideraba “imposible condenar en exceso” (Mises, 1922, p. 289). Se centraban en la raza “con un espíritu completamente ausente de crítica”. “Más ansiosos por acuñar eslóganes que en avanzar en el conocimiento, se burlan de todos los patrones demandados por pensamiento científico”. Como consecuencia de esos errores, el “conocimiento científico” de las cualidades innatas del hombre “sigue en su infancia” (p. 288). Como ejemplo de mala ciencia escribe sobre el “índice craneal” de Georges Vacher de Lapouge, que se basaba en postular una firme relación entre lo físico y lo mental, algo que “no existe”. “Mediciones más recientes han demostrado que los hombres de cabeza larga no son siempre rubios, buenos, nobles y cultos, y que los de cabeza corta no son siempre negros, malos, vulgares e incultos” (p. 289).

Además, Mises descartaba la idea de que las razas puedan medirse con un patrón “puro”, ya que “todos los pueblos han aparecido de una mezcla de razas”. Incluso puede demostrarse que a menudo la gente de los “estratos más bajos” de la sociedad son de una “sangre” más pura que la de los superiores, en la que son comunes los “antepasados extranjeros” (Mises, 1919, p. 10). Así que la fuente de ventajas raciales percibidas no puede relacionarse únicamente con la biología: “el resultado indiscutido de las (…) investigaciones científicas es que los pueblos de raza blanca, europeos y descendientes no europeos de antepasados europeas emigrados, representan una mezcla de diversas características corporales”. Tampoco la ciencia ha relacionado con éxito tamaño del cuerpo con características mentales y morales: “Todos estos intentos también han fracasado” (Mises, 1944, p. 182).

Como determinante en el curso de los acontecimientos mundiales, la asociación del pueblo con una “nación”, definida en términos de lenguaje, es de “gran importancia” cuando se compara con la “poca importancia” que desempeña la raza en dar forma a movimientos culturales y políticos. Y los argumentos a periodísticos en contrario, de que la raza es el factor más importante en los acontecimientos mundiales, Mises los consideraba como un completo diletantismo (Mises, 1919, p. 11).

Aun así, Mises pensaba que los factores raciales eran importantes en la evolución social y cultural y que no debería descartarse la posibilidad de investigación científica legítima sobre estos factores. No deberíamos equivocarnos “saltándonos a la ligera el mismo problema de la raza. Indudablemente hay pocos otros problemas cuya aclaración pueda contribuir más a la hora de profundizar en nuestra comprensión histórica. Puede ser que la vía al conocimiento definitivo en el campo de las fluctuaciones históricas vaya por el camino de la antropología y la teoría racial”. “Existe ciencia real en este campo”. “Puede ser que nunca resolvamos” los problemas científicos asociados con los estudios raciales, “pero eso no debería hacernos negar la importancia del factor racial en la historia” (p. 11). Mises no renunciaría los estudios raciales, ya que “todavía existe un germen de teoría racial que es independiente de la diferenciación concreta entre razas nobles e innobles” (Mises, 1922, p. 289).

Se puede decir que “algunos hombres están más dotados que otros por nacimiento”; que los hombres difieren en sus cualidades físicas y psicológicas; que “ciertas familias, estirpes y grupos de estirpes revelan rasgos similares” y que “estamos justificados para diferenciar entre razas y para hablar de las distintas cualidades raciales de las personas” (p. 289). Hay incluso “diferencias corporales considerables entre los miembros de las distintas razas; también hay diferencias notables, aunque menos trascendentales entre miembros de la misma raza, subraza, tribu, familia e incluso entre hermanos y hermanas, incluso entre mellizos” (Mises, 1957, pp. 326-327). Y “es un hecho histórico que las civilizaciones desarrolladas por diversas razas son distintas”, por ejemplo (p. 322). Es “irrefutable” que “algunas razas han tenido más éxito que otras en sus intentos por desarrollar una civilización” (p. 334). Es posible observar todo esto científica y sociológicamente, aunque los intentos por encontrar “características somáticas de relaciones raciales no hayan obtenido ningún resultado” (Mises, 1922, p. 288).

El tipo de estudio racial que pensaba que era el más importante desde el punto de vista del liberalismo clásico plantearía la siguiente tesis: que “ciertas influencias, funcionando a lo largo de un período largo, han creado una o varias razas con cualidades especialmente favorables y que los miembros de estas razas han obtenido por medio de estas ventajas desde hace tiempo un liderazgo por el que los miembros de otras razas no podrían superarlos dentro de un periodo limitado de tiempo”. Aunque Mises no estaba dispuesto a decir si este enunciado contenía una verdad científica absoluta, lo consideraba en su mayoría compatible con los métodos de la ciencia. Debemos preguntar “dónde se sitúa en relación con la teoría de la cooperación social” (pp. 289-290).

Incluso concediendo que ciertas razas tengan “cualidades especialmente favorables” no se quiere decir necesariamente que estas cualidades sean enteramente biológicas: podrían ser predominantemente ambientales y culturales (pp. 289-290). A veces las condiciones ambientales y culturales pueden manifestarse en cualidades físicas, intelectuales y morales: “Los hombres que viven bajo ciertas condiciones adquieren en la segunda, a veces incluso en la primera generación, una conformación física o mental especial. (…) Muy a menudo pobreza o riqueza, entorno urbano o rural, vida recogida o en el exterior, cumbres de montaña o terrenos en los valles, costumbre sedentarias o trabajo físico duro dejan su sello peculiar en el cuerpo de un hombre” (Mises, 1944, pp. 170-171).

Sin embargo, el entorno por sí solo no puede explicar todas las diferencias de grupo. Si eso fuera cierto, como afirman los marxistas, sería posible ajustar el entorno en un intento con éxito de igualar todas las diferencias humanas. Es en este contexto en el que Mises nos recuerda que “hay un grado de correlación entre la estructura corporal y los rasgos mentales. Una persona hereda de sus padres e indirectamente de los antepasados de sus padres, no solo las características biológicas concretas de su cuerpo, sino también una constitución de poderes mentales que circunscriben las potencialidades de sus logros mentales y su personalidad” (Mises, 1957, p. 327). El intento de cambiar esto va en contra de la doctrina de la igualdad bajo la ley (p. 328).

Lo más importante desde un punto de vista metodológico es que, digan lo que digan los racistas, y “no importa lo grandes (…) que puedan ser las diferencias, no afectan a la estructura lógica de la mente humana. No hay ni la más mínima evidencia para la tesis desarrollada por diversas escuelas de pensamiento de que la lógica y el pensamiento de las distintas razas sean categóricamente distintos” (p. 327). Este punto es esencial, ya que el sistema de Mises de deducción de la economía a partir de la acción humana se basa en la validez universal de la lógica.

Como nota de advertencia, escribía en uno de sus últimos libros, Teoría e historia (1957), que no hay ninguna justificación para que un grupo se sienta “ungido racialmente”. Lo que pudo ser verdad en el pasado no es necesariamente verdad en el futuro. Por esta razón, los historiadores no deberían adoptar una “interpretación racial de la historia” (p. 334). Afirmar la superioridad racial puede también tener consecuencias perniciosas sobre nuestra ética personal: una “inocua vanidad” puede “fácilmente” convertirse en “desprecio por aquellos que no pertenezcan al mismo grupo distinguido y en un intento de humillarlos e insultarlos”. Este tipo de comportamiento ha “envenenado las relaciones entre las razas para el futuro” (pp. 334-335). Además, Mises se opone con energía a hablar de eugenesia, argumentando que “es inútil que los defensores de la eugenesia protesten diciendo que no se referían a lo que hicieron los nazis. La eugenesia busca dar a algunos hombres, respaldados por el poder de la policía, un control completo de la reproducción humana. Sugiere que los métodos aplicados a los animales domésticos se apliquen a los hombres” (Mises, 1947, p. 78).

Fueran cuales fueran los resultados de los estudios de las diferencias raciales, Mises decía que no afectarían de ninguna manera su opinión de que la social y la división del trabajo son las mejores maneras de tratar las diferencias de grupo. La teoría racial “no pueden modo alguno refutar” la defensa del liberalismo (Mises, 1957, p. 328), ya que la teoría racial y la sociedad liberal “son bastante compatibles” (Mises, 1922, p. 289). “Puede suponerse que las razas sí difieren en inteligencia y poder de voluntad y que, siendo así, son muy desiguales en su capacidad para formar sociedades y además que las mejores razas se distinguen precisamente por su actitud especial para fortalecer la cooperación social” (pp 289-290).

Son el libre mercado y la ley de la ventaja comparativa los que hacen posible la cooperación entre las razas. El liberalismo clásico argumenta que el trabajo libre es más productivo que el trabajo esclavo y que, decía Mises, esto es razón suficiente para favorecer el liberalismo. El liberalismo en modo alguno depende del “postulado de derecho natural de la igualdad o los iguales derechos de todos los hombres”. “Puede admitirse que las razas difieren en talento y carácter y que no hay esperanza de ver nunca resueltas esas diferencias. Aun así, la teoría del libre comercio demuestra que incluso las razas más capaces obtienen una ventaja al asociarse con las menos capaces y que la cooperación social les proporciona la ventaja de la mayor productividad en el proceso laboral total” (p. 290).

Es cuando la teoría racial empieza a entrar en conflicto con el orden liberal clásico cuando Mises protesta con más fuerza, especialmente en su Gobierno omnipotente (1944), que se centraba en la ideología nazi. Cuando se defiende la guerra racial a costa de la cooperación social, la teoría racial se convierte en una fuerza para el mal. Mises señalaba que la guerra racial no es deseable desde ningún punto de vista. “Lapouge ha señalado que solo en el caso de pueblos primitivos la guerra lleva a la selección de los más fuertes y más dotados”; “entre pueblos civilizados lleva a un deterioro de la raza por una selección desfavorable”, ya que “es más probable que mueran los dotados que los no dotados”. Y aquellos “que sobrevivan a la guerra encontrarán su poder para producir niños sanos perjudicado por las diversas lesiones que han recibido en la lucha” (Mises, 1922, pp. 290-291).

La aparición de Hitler llevó a Mises ha explicar la raza y la etnia a la luz de la historia reciente. Como había advertido Mises, la aplicación estatal de la pureza racial había llevado al conflicto y la guerra. Esos teóricos de la raza cuyos estudios anticientíficos Mises encontraba “imposible condenar en exceso” alcanzaron el poder bajo el nazismo. Frente a ellos, Mises escribe en 1944 que la “hipótesis aria fue desacreditada científicamente hace mucho tiempo. La raza aria es una ilusión”. Tenía que serlo, como todas las teorías que plantean una “estirpe pura” entre personas blancas. Por tanto, Mises condenaba la campaña nazi contra los judíos: era moralmente errónea, así como científicamente incorrecta, ya que no hay ninguna “supuesta raza judía o semítica”. “Ha resultado imposible diferenciar antropológicamente a los alemanes judíos de los no judíos”. “Negros y blancos difieren en características raciales (es decir, corporales), pero es imposible diferenciar a un alemán judío de uno no judío por ninguna característica racial” (Mises, 1944, p. 182).

Con respecto a la discriminación privada basada en las preferencias por una raza o grupo étnico u otro, Mises pensaba que dicha actividad era permisible y natural, pero que el mercado tendería a hacerla costosa. “En una sociedad de mercado no intervenida no hay discriminación legal contra nadie. Todos tienen derecho a obtener un lugar dentro del sistema social en el que puedan trabajar y ganarse la vida con éxito. Un consumidor es libre para discriminar, siempre que esté dispuesto a pagar el coste” (p. 182). “En un mundo en el que las personas hayan entendido el significado una sociedad de mercado y por tanto defiendan una política de consumo, no hay ninguna discriminación legal en contra los judíos. A quien le desagraden los judíos, puede en ese mundo evitar acudir a vendedores, doctores y abogados judíos” (p. 184).

Mises quería ampliar la condena usual del tratamiento desigual bajo la ley señalando al intervencionismo económico como “discriminación obligatoria, que favorece el interés de una minoría de ciudadanos a costa de la mayoría”. Bajo el intervencionismo, diversos grupos trabajan por formar una alianza política para conseguir privilegios. Los granjeros tratan de forzar una discriminación contra los productos extranjeros y esta intervención supone una carga para el resto de la comunidad. Además, esta discriminación legal “no tienen que tener nada que ver con el odio o la repugnancia hacia aquellos contra los que se aplica”. Como ejemplo, “los suizos e italianos no odian a los estadounidenses o suecos; sin embargo, discriminan en contra de los productos estadounidenses y suecos. A la gente siempre le desagradan los competidores” (p. 184).

El intervencionismo económico debe por necesidad llevar a discriminaciones legales cada vez más grandes, hasta que acaba en crueldad hacia minorías étnicas, especialmente los judíos. “En un mundo de intervencionismo solo un milagro puede a largo plazo impedir la discriminación legal contra los judíos”, decía Mises. “La política a de proteger al productor nacional menos eficiente contra el productor extranjero más eficiente, al artesano contra el fabricante y a la tienda pequeña contra los grandes almacenes y cadenas estaría incompleta si no protegiera al ‘ario’ contra el judío” (p. 184). Sin embargo, no era al odio hacia otros grupos raciales o étnicos a lo que Mises culpaba del conflicto racial. Era su reflejo en la política estatal que trataba a grupos distintos de maneras distintas. Si estos grupos estaban organizados siguiendo líneas económicas o raciales, en la medida en que el estado otorgaba privilegios a los intereses minoritarios (ya fueran granjeros o minorías raciales o étnicas) a costa de la mayoría (o de la mayoría a costa de una minoría), se creaba conflicto social y se contradecían los principios de una sociedad libre.

Así que Mises trataba el problema de raza y la etnia como un científico antiigualitario que se reconoce los patrones naturales de la integración del grupo, incluso aunque esos patrones impliquen discriminación sistemática por un grupo contra otro. Como justificación para eso, rechazaba la base teórica de la mayoría de los teóricos de la raza de su tiempo. Pero no se apartaba de la conclusión de que ciertos grupos podrían ventaja sobre otros grupos en áreas concretas e incluso veía justificación a la hora de hablar de rasgos de grupo superiores. Así que rechazaba todos los intentos de igualar grupos y todos los intentos de tratarlos de manera diferente por ley. Las diferencias de grupo se armonizan de la mejor manera posible en el orden liberal del mercado.

                                                                                                                            IV.            “Multiculturalismo”

Mises era rotundamente prooccidental, pues valoraba la libertad sobre todo, y veía a Occidente como responsable de la idea de libertad. La idea puede remontarse a los griegos, ya que “fueron los primeros en entender el significado y la importancia de instituciones que garanticen la libertad” (Mises, 1950, p. 303). A pesar de las oligarquías de Grecia, el “tenor esencial de la ideología griega era la búsqueda de la libertad” (p. 305). Sus ideas se transmitieron a los romanos y posteriormente a Europa y, a través de los europeos, a América. La idea occidental de libertad llevó al gobierno representativo, el estado de derecho, tribunales independientes, hábeas corpus, examen judicial, libertad de expresión y separación de iglesia y estado. Occidente “transformó a los subtítulos de la tiranía en ciudadanos libres” (p. 304).

Esto contrasta con Oriente. Las “obras antiguas de filosofía y poesía oriental pueden compararse con las obras más valiosas de Occidente” (p. 311). Pero Occidente rebasó a Oriente debido al énfasis occidental en la libertad. Como consecuencia, “durante muchos siglos Oriente no ha generado ningún libro de importancia. La historia intelectual y literaria de las épocas modernas apenas registran algún nombre de un autor oriental. Oriente ya no ha contribuido en nada al esfuerzo intelectual de la humanidad. Los problemas y polémicas que agitaron Occidente permanecieron desconocidos para Oriente. En Europa hubo conmoción; en Oriente hubo estancamiento, indolencia e indiferencia” (p. 311).

Occidente, al contrario que Oriente, pensaba que el poder de los déspotas tenía que cuestionarse, que la persona debía ser independiente del estado y por tanto era necesario crear un “marco legal que protegiera la riqueza de los ciudadanos privados contra la confiscación por parte de los tiranos”. Como en Oriente la riqueza no estaba protegida, salvo la de los gobernantes, “se impidió la acumulación de capital a gran escala”. No se desarrolló una clase media y por tanto “no había público para animar y patrocinar a autores, artistas e inventores”. Los niños de Oriente “no sabían nada más que seguir la rutina de su entorno”: evolucionar a través del estado (p. 311).

Por el contrario, “la juventud alerta de Occidente mira al mundo como un acampo de acción en el que puede ganar fama, eminencia, honores y riqueza: hada parece demasiado difícil para su ambición”. “La nobel confianza en sí mismo del hombra occidental encontró una expresión triunfante en ditirambos como el himno del coro de Antígono de Sófocles sobre el hombre y su esfuerzo emprendedor y la Novena Sinfonía de Beethoven. Nada similar se ha oído nunca en Oriente” (pp. 331-312).

La idea de la libertad hizo posible la riqueza de Occidente. Otras civilizaciones rechazan las ideas occidentales, al tiempo que ansían los beneficios materiales del capitalismo. “Los no caucásicos pueden odiar y despreciar al hombre blanco”, dice Mises, “pueden planear su destrucción y disfrutar con una extravagante alabanza de sus propias civilizaciones. Pero anhelan los logros tangibles de Occidente, su ciencia, tecnología, terapéutica, sus métodos de administración y de gestión industrial” (Mises, 1957, p. 332). “A pesar de todo lo que un pueblo pueda decir acerca de la civilización occidental, persiste el hecho de que todos los pueblos miran con envidia sus logros, quieren reproducirlos y así admiten implícitamente su superioridad”. Pero otras culturas fracasarán en lograr la prosperidad occidental mientras insistan en “conservar sus ritos y tabúes tradicionales y su estilo habitual de vida” (p. 333).

¿Pero no fue el comunismo también un producto de Occidente? Mises responde que nadie que defienda el absolutismo sería escuchado en Occidente y que el comunismo tuvo que disfrazarse como “super-liberalismo, como el cumplimiento y consumación de las mismas ideas de la libertad” (Mises, 1950, p. 306). Además, los comunistas tenían libertad para escribir y publicar en Occidente, mientras que las ideas contrarias a los gobernantes de Oriente no iban a divulgarse.

Sin embargo, para Mises la superioridad de Occidente no es necesariamente permanente. Declinaría inevitablemente si “los vástagos de los constructores de la civilización del hombre blanco tuvieran que renunciar a su libertad y someterse voluntariamente al señorío del gobierno omnipotente” (p. 312). Tampoco la superioridad de Occidente, por muy relevante que haya sido en el pasado, puede usarse para predecir el futuro (Mises, 1957, p. 335).

                                                                                                                        V.            La literatura y las artes

Sobre sexo, familia y feminismo, Mises sostenía que el orden capitalista refuerza el orden natural, al tiempo que creía que era inútil trabajar en contra de la naturaleza del hombre y las instituciones que esta producía. Con respecto a los compañeros sociales que se expresan siguiendo líneas raciales o étnicas, Mises pensaba que el orden capitalista eliminaría el conflicto, integrando a todos en la división del trabajo, siempre que el orden legal no discriminara entre grupos.

La situación era distinta con respecto a la literatura y las artes. Aquí Mises desaprueba enérgicamente lo que el mercado tiende a recompensar y defiende una tradición anterior, explicando que su desaprobación de la cultura popular y de la ideología contracultural no afectaba su defensa del mercado. Los críticos del capitalismo a menudo argumentan que el mercado recompensa obras inferiores en literatura y artes. Mises compartía las preferencias de muchos de estos críticos, pero creía que la cultura de masas es el “peaje que debe pagar la humanidad” para que el genio tenga libertad para trabajar (Mises, 1956, p. 108).

La gran literatura, pensaba Mises, no es probable que tenga éxito en el mercado. “La literatura no es conformismo, sino disensión. Aquellos autores que se limitan a repetir lo que todos aprueban y quieren oír no tienen importancia. Lo que cuenta es el innovador, el disidente, el heraldo de cosas nunca oídas. (…) Es precisamente el autor cuyos libros no compra la mayor parte del público”. “El disidente e innovador tiene poco que esperar de la venta de sus libros en el mercado normal” (p. 51).

El magnate del libro atiende al público, que no siempre “prefiere los libros malos a los buenos”; los “compradores no son capaces de discriminar y, por tanto, están dispuestos a absorber a veces incluso libros buenos”. Sin embargo, “es verdad que la mayoría de las novelas y obras de teatro que se publican hoy son basura”. Esto se debe en buena parte a la cantidad producida y ahora (bajo el capitalismo) el público, no solo la intelectualidad, tiene por primera vez la oportunidad de influir en los libros que se escriben y venden. “No es culpa del capitalismo que el hombre común no aprecie los libros poco comunes” (p. 51). “Lo que caracteriza al capitalismo no es el mal gusto de las masas, sin el hecho de que estas masas, que han prosperado por el capitalismo, se convierten en ‘consumidoras’ de literatura (por supuesto, de mala literatura). El mercado editorial se ve inundado por una lluvia de ficción trivial para semibárbaros. Pero esto no impide a los grandes autores crear obras imperecederas” (p. 79). Incluso si uno de cada mil libros publicados cada año fuera “igual a los grandes libros del pasado (…) nuestra época podría ser calificada algún día como una época de florecimiento de la literatura” (p. 51). Mises sugería que los críticos que atacan al mercado por su literatura “inculpan a su propia incapacidad de separar la cizaña del trigo”.

“Todo el mundo es libre de abstenerse de leer libros, revistas y periódicos que no le gusten y de recomendar a otras personas rehuir estos libros, revistas y periódicos” (p. 56). Y Mises lo hacía. Atacaba la literatura popular de sus tiempos, especialmente la que consideraba que promovía el socialismo. El primero entre sus objetivos eran las historias de detectives en las que el malo es un miembro de la “burguesía de éxito”, aparentemente respetable y en general considerado incapaz de actos inmorales, pero descubierto luego por un detective que sospecha que todas las personas de éxito son en realidad corruptas. Mises también atacaba las novelas “proletarias” como algo que “no es más que basura”. Sin embargo, su elitismo estético nunca adoptó la forma de defensa de la discriminación legal: de hecho, argumentaba en contra de ella. Pero nunca se achicó ante la discriminación personal o en denunciar libros que no le gustaban.

Lo mismo pasa con la arquitectura. Mises dice que “la arquitectura moderna no ha alcanzado la distinción de la de los siglos pasados”, ni siquiera el “skyline de Nueva York” a pesar de su “peculiar grandeza”. Cita varias razones para esto. Con respecto a los edificios religiosos, el “acentuado conservadurismo” de las iglesias rehúye la innovación. No hay más palacios porque “la riqueza de los empresarios y capitalistas es (…) muy inferior a la de reyes y príncipes, por lo que no pueden permitirse construcciones tan lujosas. Nadie es hoy tan rico como para planear palacios como los de Versalles o El Escorial”. Y los edificios públicos son aburridos porque “comités y consejos no es probable que adopten las ideas de los grandes pioneros”. Aunque esos grandiosos proyectos puede que nunca vuelvan, en la época moderna el genio arquitectónico se expresa a un nivel inferior. “Solo en casas de viviendas, edificios de oficinas y hogares privados hemos visto algún desarrollo que pueda calificarse como un estilo arquitectónico de nuestra época” (p. 78).

En lo que se refiere al arte y la arquitectura, el genio debe tener libertad para respirar. Cuando la libertad crea una cultura básica, es culpa de las masas. Misses dice: “No es culpa del capitalismo que las masas prefieran un combate de boxeo a una representación de la Antígona de Sófocles, música de jazz a las sinfonías de Beethoven y los tebeos a la poesía” (Mises, 1958, p. 27). “La corrupción moral, la licenciosidad y la esterilidad intelectual de una clase de supuestos autores y artistas lascivos es el peaje que debe pagar la humanidad para que no se impida a los pioneros creativos realizar sus obras. Debe concederse libertad a todos, incluso a la gente básica, para que los pocos que puedan usarla en beneficio de la humanidad no se veían dificultados” (p. 108).

¿Cómo podía Mises tener unos juicios tan duros sobre asuntos estéticos? ¿Liberalismo no significa tolerancia? De hecho, en Liberalismo (1927) Mises escribe que “el liberalismo reclama tolerancia como principio, no por oportunismo. Reclama tolerancia incluso para enseñanzas evidentemente insensatas, formas absurdas de heterodoxia y supersticiones infantilmente tontas. Reclama tolerancia para doctrinas y opiniones que considera perjudiciales y ruinosas para la sociedad e incluso para movimientos a los que combate infatigablemente. Porque lo que impele al liberalismo a reclamar y a aceptar la tolerancia no es una consideración por el contenido de la doctrina tolerada, sino el conocimiento de que solo la tolerancia puede crear y conserva la condición de paz social sin la cual la humanidad debe retornar a la barbarie y la penuria de siglos pasados hace mucho tiempo” (pp. 56-57). Sin embargo, por tolerancia Mises se refiere a esa coacción que no tendría que usarse para impedir que la gente esté expuesta a estas ideas, no que el público deba conceden aprobación a ellas, ni siquiera pasiva. De hecho, el trabajo del liberal es desanimar esa aprobación. “Contra lo que es estúpido, insensato, erróneo y malvado, el liberalismo lucha con las armas de la mente” (p. 57).[6]

                                                                                                                                                   VI.            Resumen

En resumen, tenemos que Ludwig von Mises sostuvo muchas posturas culturales esenciales para el conservadurismo tradicionalista estadounidense moderno, todas las cuales se centran en su antiigualitarismo. Estaba a favor de las familias tradicionales organizadas sobre el principio del patriarcado y consideraba la obligación consiguiente de fidelidad como obligatoria; pensaba que instituciones como la familia y la fidelidad marital eran naturales, exclusivamente civilizadas y altamente deseables; pensaba que era posible hacer generalizaciones acerca de las razas y los grupos étnicos cuando muestran rasgos distintivos, estudiar estas diferencias e incluso usar generalizaciones raciales y étnicas como principios de acción, al tiempo que se oponía a cualquier discriminación legal entre grupos; alababa la civilización occidental como superior a todas las demás, porque es la fuente de la libertad y el capitalismo y criticaba la cultura de masas y el contraculturalismo mientras que estaba a favor de la literatura y las artes occidentales que habían soportado la prueba del tiempo.

                                                                                                           VII.            Algunos puntos de análisis

Lo que sigue son los pensamientos de los autores sobre algunos puntos en el análisis de Mises que encontramos particularmente interesantes:

  1. El pensamiento cultural de Ludwig von Mises no ha recibido prácticamente ninguna atención de los investigadores misesianos, aunque está claro que su marco es rico en posibilidades analíticas. Aparte de su coherencia, la característica más distintiva es su tradicionalismo cultural, que muestra un gran parecido con la ética religiosa ortodoxa en asuntos de sexualidad, matrimonio, amor libre y promiscuidad.

Aun así, es importante ver a Mises como era: un científico libre de valores, un racionalista y un utilitarista. Un breve escrutinio de los escritos del pensamiento conservador estadounidense moderno (Buckley, 1970) muestra agudas diferencias con la aproximación misesiana. Mises tenía mucho cuidado en llegar a sus opiniones culturales (excluyendo aquí sus preferencias puramente estéticas) a través de medios deductivos. Su pensamiento sobre la institución de la familia y la fidelidad lo demuestra de la manera más clara. En ningún momento acude a la tradición o el teísmo. Por el contrario, para Mises, la familia y la fidelidad son consecuencias naturales de la división del trabajo (apoyadas por una omnipresente desigualdad) y la necesidad de las relaciones sexuales gobernadas por contrato.

Es no quiere decir que sugiramos que la religión no tuvo una influencia tácita sobre el no religioso Mises, aunque sus padres judíos tampoco fueran religiosos. La cultura de la Austria de Mises y a Universidad de Viena, donde estudió, era fuertemente católica. Incluso la propia tradición de Mises de la Escuela Austriaca de economía tuvo como su fundador a Carl Menger, un discípulo del filósofo tomista FranzBrentano (Grassl y Smith, 1986). Las ideas económicas de Menger, a su vez, tienen mucho en común con las de los escolásticos tardíos (Chafuen, 1986).

Esto, sin embargo, no puede llevarse muy lejos, pues Mises atribuía al capitalismo y la Revolución Industrial los avances en libertad, contratos y voluntarismo, no al cristianismo. Busco colocar capitalismo y cristianismo uno frente a otro en términos de sus respectivas contribuciones históricas (Mises, 1922). Sin embargo, esto no significa que fuera hostil a la religión como tal. “Sería un grave error concluir que las ciencias de la acción humana y la política derivada de sus enseñanzas, el liberalismo, sean antiteístas y hostiles a la religión” (Mises, 1949, p. 155). El problema era el anticapitalismo. “Las iglesias de todo tipo”, se quejaba Mises, están promoviendo mentiras económicas en lugar de enseñar “doctrina cristiana” (Mises, 1945, p. 231).

  1. Para Mises, el análisis cultural y sociológico que subvierta las “instituciones sociales” que sean el producto del “hecho inalterable de la naturaleza” es muy peligroso. Es en este sentido en el que se puede más cómodamente calificarlo como conservador: La que hay, debe conservarse, con la advertencia de que sus orígenes sean coherentes con la cooperación social. Para él, solo los socialistas argumentarían contra estas instituciones, ya sea discutiendo los resultados de la cooperación económica (por ejemplo, formación de precios y distribución de rentas) o los patrones en las relaciones sexuales. Solo en la medida en que las condiciones sociales son el resultado de una agresión exógena (estatal o privada) tienen que combatirse y reconstruirse sobre las bases de la propiedad privada, los contratos y el estado de derecho.
  2. Mises puede verse como típico de la economía de laissez faire del siglo XX, ya que los defensores de los mercados libres han sido asociados de forma generalizada con el tradicionalismo cultural (Nash, 1976). Por el contrario, los defensores del socialismo han sido asociados con el libertinaje cultural (Nisbet, 1984). Los libertarios que no se consideran a sí mismos como “ni de izquierda ni de derecha” y que por tanto mezclan los mercados libres con el libertinaje, rechazan este patrón considerándolo accidental o resultado del intento de los conservadores cristianos de promover su agenda religiosa (ver Kurtz, 1984).[7] Pero, si hay coherencia en la postura de Mises, puede ayudar en el desarrollo de una comprensión más profunda de las relaciones entre un orden económico libre y una perspectiva tradicionalista en asuntos culturales.

En Mises, la relación entre laissez faire y tradicionalismo puede verse de dos maneras. Primero, Mises (y la mayoría de los demás libertarios económicos) era vehementemente contrario al igualitarismo, como se ha demostrado antes, y la mayoría de los izquierdistas culturales apoyan algún tipo de nivelación social y cultural. Segundo, Mises y otros libertarios económicos consideran al mercado libre y las instituciones sociales tradicionales como mantenedores del orden natural, mientras que el socialismo y el intervencionismo, así como el libertinaje cultural, buscan alterar este orden natural e imponer diseños sobre la sociedad que son ajenos a los patrones sociales de la libertad. Cómo se relaciona esto con el uso aparente de Mises de constructos del tipo del derecho natural, a pesar de su rechazo explícito de dicho derecho natural, tendría que ser objeto de mayor reflexión investigadora.

  1. Si atribuye a menudo a Mises haber proporcionado el mejor marco analítico para entender la inevitabilidad del fracaso del socialismo: su incapacidad de calcular la utilidad relativa de los medios de producción de propiedad colectiva y por tanto no comercializables. ¿Tienen un poder predictivo similar sus críticas culturales y sociológicas al socialismo? Los socialistas del siglo XIX defendían el amor libre, pero no fue hasta la década de 1960 cuando fue practicado abiertamente por la izquierda, creando la que se ha llamado “generación destructiva”. Mises considerada estos y otros aspectos del programa sociológico y cultura de la izquierda tan socialistas como el deseo de colectivizar los medios de producción.
  2. Si podemos pensar en el estado del bienestar como una etapa intermedia hacia el socialismo, ¿podemos decir que Mises relacionaba correctamente el crecimiento del intervencionismo con la ruptura de la familia y una creciente promiscuidad (Murray, 1984)? Si las diferencias naturales entre los sexos y el requisito de la división del trabajo generaron la familia, entonces el intento de igualar a los sexos quebraría la división del trabajo y, mutatis mutandis, la familia como unidad fundamental de la sociedad. Grupos de investigadores y políticos afectados por los problemas familiares harían bien en considerar esto.

También es notable que Mises afirmara que el capitalismo salvó a la humanidad de la neurosis sexual. La idea de relaciones sexuales contractuales liberó tanto a hombres como a mujeres ante la opresión psicológica de las vidas sexuales desordenadas que derivan de matrimonios rotos y el deseo socialista de abolir completamente la institución. ¿Ha aumentado el nivel de neurosis y mal comportamiento sexuales en paralelo con el nivel de intervencionismo económico?

&. Mises dice que la intervención económica, por definición, debe favorecer a algunos grupos por encima de otros, así que la intervención se traduce necesariamente en tratamiento desigual de grupos definidos por raza y etnia. ¿Podría la multitud de programas basados en la raza creados por el gobierno de EEUU estar relacionada directamente con su intervencionismo económico? ¿Podría ser que trabajar por restablecer una economía libre también cree una base intelectual para abolir leyes que ordenan un tratamiento racial y étnicamente desigual? Además, Mises veía un gran peligro en tratar de basar la igualdad legítima bajo la ley sobre una falsa noción de igualdad innata. Si el estado impone una igualdad que ignora posibles patrones de distintas fortalezas y debilidades entre distintos grupos, se debe menoscabar el estado de derecho. ¿Puede argumentarse que esto ocurrió en la sociedad estadounidense desde al menos principios de la década de 1960 (Williams, 1982)?

  1. Mises deja abierta la pregunta de por qué podría interesar a las mujeres en roles tradicionales oponerse al sufragio femenino. La especulación lógica genera la siguiente posible deducción. Las feministas son las que es más probable que ejerciten el voto una vez se conceda. Dado su marco intelectual socialista, las feministas también aprobarían una mayor intervención estatal, que es probable que haga más difíciles las vidas de las mujeres que son esposas y madres a tiempo completo (con atención infantil estatal, menores desgravaciones fiscales para la maternidad y oposición cultural a la familia). Una mayor intervención estatal, al hacer más pobre a más gente, también hace más difícil el mantenimiento de la familia tradicional con un solo asalariado.

Además, las esposas y madres no feministas tendrían menos interés en ser políticamente activas. Así que, por defecto, el sufragio femenino lleva a que el poder político sea ejercitado en contra de las no feministas. Para las no feministas sería mucho mejor, podría haber argumentado Mises, oponerse al sufragio femenino, que vivir bajo la dominación feminista que se produciría lógicamente por la aprobación del sufragio femenino. (posiblemente se instructivo a este respecto Gilder, 1973).

  1. Mises negaba valor cultural a muchos bienes y servicios producidos bajo el capitalismo, especialmente aquellos asociados con la cultura de masas. Para él, el capitalismo no era culpable de esto, pues el mercado refleja el carácter moral del público. Lo que no está claro es si pensaba que una creciente base de cultura de masas podría menoscabar las bases intelectuales del mercado libre. Indudablemente pensaba que la literatura popular inclinada hacia la ideología izquierdista (Mises da el ejemplo de las historias de detectives) tenía malas consecuencias. ¿Pero veía peligros similares en la cultura de masas basura, pero no ideológica?

Referencias

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El artículo original se encuentra aquí.

 

[1] El propio Mises rechazaba el término “conservadurismo” (ver, por ejemplo, Mises, 1961, p. 191; 1957, pp. 376 y 372), pero se refería a los sistemas sociales caracterizados por el “estancamiento” y la “rigidez”, en los que el propósito del gobierno es “impedir cualquier innovación que pueda poner en peligro su propia supremacía”. Esta definición del conservadurismo sería aplicable a las culturas orientales y el estado del bienestar de Bismarck. Para Mises, escribiendo en su época y lugar, el conservadurismo tenía más en común con el socialismo (y el liberalismo estadounidense) que el laissez faire. Nuestro uso del término “tradicionalista” deriva de su uso en los Estados Unidos contemporáneos, especialmente en el contexto de la cultura: un énfasis sobre la familia y el antiigualitarismo y una preferencia por las ideas sólidas, el arte y la literatura de occidente frente a la cultura popular.

[2] Advirtamos la comparación entre el pensamiento económico y cultural de John Maynard Keynes y el de Mises. Keynes, como su mentor filosófico E. G. Moore, era un libertino moral. En sus años en Cambridge, Keynes declaraba directamente: “Rechazábamos completamente la moral convencional, las convenciones y la sabiduría tradicional. Eso equivale a decir que éramos, en el sentido estricto de la expresión, inmoralistas. (…) no reconocíamos ninguna obligación moral para nosotros, ninguna sanción interior, para conformarnos u obedecer” (Skidelsky, 1986, pp. 142-143). Charles Rowley argumenta que el libertinaje moral de Keynes está ligado a su economía contraria a la ortodoxia: “El joven Keynes iba a dedicar sus energías a un ataque sostenido contra el orden moral de la Inglaterra victoriana. El Keynes maduro iba a lanzar un ataque contra los preceptos esenciales de la economía política clásica: el patrón oro, el laissez faire y el principio del presupuesto equilibrado”. Además, Keynes “era un participante activo en una organización que se comportaba regularmente de manera criminal (…) La hostilidad del delincuente hacia las leyes concretas que está infringiendo se extiende normalmente a las normas y convenciones más amplias de la sociedad en cuestión. (…) Al colocarse fuera de la ley, Keynes se preparaba para un ataque a la economía política clásica que culminaría con la Teoría general” (Rowley, 1986, pp. 115 y 121).

[3] La desigualdad de los hombres también se cita en contra de la educación pública universal. Además de su potencialidad para el abuso por parte de los cargos públicos (Mises, 1944, pp. 82-83 y 276). Los objetivos de la educación pública no son realistas y sí socialistas. EEUU “se embarcó en el noble experimento” de hacer cada niño y niña una persona educada” haciéndoles “gastar los años desde los seis a los dieciocho en la escuela”. El objetivo de todo estadounidense que se gradúe en el instituto se ha logrado solo “destruyendo el valor ‘intelectual y científico’” del bachillerato. “Si alguien rebaja el nivel intelectual de institutos y universidades para hacer posible para la mayoría de los jóvenes peor dotados y menos trabajadores para conseguir diplomas, solo se daña a la minoría de aquellos que tienen la capacidad de hacer uso de la enseñanza. La experiencia de las últimas décadas en la educación estadounidense demuestra el hecho de que hay diferencias innatas en las capacidades intelectuales del hombre que no pueden erradicarse por ningún esfuerzo educativo” (Mises, 1961, pp. 195-196).

[4] Mises defendía la democracia como un asunto procedimental, porque pensaba que era el sistema más apropiado para la cooperación social, una postura que derivaba del utilitarismo basado en reglas de Mises. Toda preferencia individual ha de considerarse válida para el orden social, pero toda decisión individual no es igualmente válida en un sentido moral o estético. Sobre Mises y el utilitarismo, ver Yeager, 1991.

[5] En este punto de la exposición de Mises, este añade una nota a pie: “Examinar hasta qué punto las demandas radicales del feminismo fueron creadas por hombres y mujeres cuyo carácter sexual no se desarrolló normalmente va más allá de los límites indicados para esta exposición”.

[6] La misma discusión de intolerancia supone la legitimidad de la desaprobación: si fuera posible y deseable que todos aprobaran por igual todas las doctrinas, culturas y prácticas, no habría ninguna razón para plantear la cuestión de la tolerancia. Ver Mises, 1967, p. 218.

[7] Con respecto a una posible relación entre libertinaje y estatismo, resulta instructivo el papel de Kurtz en la redacción del “Segundo Manifiesto Humanista” (1973). El documento reclama “un orden económico socializado y cooperativo, ética autónoma y situacional, (…) muchas variedades de exploración sexual (…) y el desarrollo de un sistema de ley y orden mundiales basado en un gobierno federal transnacional” (ver Martin, 1990, p. 295).

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