Durante la República, una sociedad eminentemente agrícola, la base de las legiones estaba formada por ciudadanos libres que trabajaban sus tierras en tiempos de paz y eran reclutados en tiempos de guerra. Pero aquel modelo de ejército a tiempo parcial se mostró a todas luces insuficiente para atender a las innumerables y prolongadas campañas de conquista en las que se embarcó Roma y para establecer guarniciones en los territorios sometidos. Así que, hubo que reorganizar las legiones para convertirlas en un ejército regular. La primera consecuencia fue económica: aquellos soldados casi profesionales debía tener una paga regular, el llamado stipendium (estipendio). ¿Y de dónde sacar esta nueva partida? Pues mejor que la paguen otros.

Estipendio

Si las águilas de Roma llegaban hasta tu territorio, el consejo de la tribu en cuestión debía reunirse para tomar una decisión: firmar un tratado o enfrentarse a las poderosas legiones. La mejor opción, y las más complicada porque requería de algún servicio prestado con anterioridad, era la conseguir el estatus de ciudad liberae: mantenías tu gobierno autónomo y Roma no exigía el pago de tributos. Tampoco estaba mal si conseguías convertirte en foederati (aliado), conservando la independencia en lo relativo a la política interna pero dependiente de la urbe en asuntos exteriores -los enemigos de Roma se convertían en tus enemigos y tenías la obligación de proporcionar tropas auxiliares en caso de guerra-. Y si en el consejo prevalecía la opinión de los beligerantes… pues guerra y, tarde o temprano, ser conquistada y convertirte en stipendiariae, quedando bajo el gobierno de un gobernador nombrado por Roma y debiendo pagar tributos en forma de dinero, provisiones u otros servicios. La parte correspondientes a los tributos que se liquidaba en moneda, llamada stipendium, se utilizaba para pagar a los legionarios que habían conquistado el territorio. Lógicamente, se abonaba en denarios -origen etimológico de “dinero”-, la moneda de plata que era la base del sistema monetario de Roma.

Devaluación del denario

El denario, con un peso de 4,5 gramos y casi de plata pura, comenzó a acuñarse en el siglo III a.C., y desde el primer momento se convirtió en el gran protagonista de la política económica de Roma. Cada vez que se necesitaba financiación extraordinaria se subían los impuestos y/o se devaluaba el denario. Como el valor de la moneda estaban determinado por el metal empleado en su fabricación y su peso, para devaluar el denario era suficiente con reducir la plata empleada en su fabricación y, por tanto, su peso. En 145 a.C. el denario pesaba 3,9 gramos y en tiempos de Nerón 3,41 gramos. De esta forma, con la misma plata se podían acuñar más monedas y gastar más. Si a esto añadimos que los denarios también dejaron de ser de plata pura, ya que se maleaba la plata mezclándola con metales menos valiosos -en tiempos de Caracalla apenas superaba el 50% la plata de un denario-, tenemos los ingredientes necesarios para una inflación brutal.

Independientemente de la devaluación decretada por los emperadores, existió otra devaluación propia de la picaresca de los países bañados por el Mediterráneo: la de los propios ciudadanos. Como estas monedas estaban fabricadas con metales preciosos, la gente menos favorecida -a los que no les llegaba el circo y menos el pan- raspaban los bordes de las monedas y vendían las limaduras del metal después de fundirlas. De hecho, entre las funciones de los argentarii (los banqueros privados de la época) estaba la de retirar las monedas deterioradas que, de tantas manos por las que pasaban, habían perdido su peso y su valor. Hoy en día, algunas de nuestras monedas todavía mantienen el recuerdo de la solución que se implantó para atajar este problema: poner crestas en los bordes de las monedas para que a simple vista se delatase la manipulación.

Sueldo

Solidus

Lógicamente, las sucesivas inflaciones fueron creando malestar entre la población, sobre todo entre los trabajadores por cuenta ajena que recibían una paga en denarios. Y al frente de estos trabajadores, por su número y su importancia dentro del imperio, estaban los legionarios que, en el siglo IV, exigieron cobrar en una moneda más estable y fiable. Para ello, al emperador Constantino I no le quedó más remedio que acuñar una moneda de oro, el solidus, con el que se comenzó a pagar el estipendio de las legiones. Y de esta forma, el nombre de la nueva moneda pasó a designar la paga periódica de los legionarios y, más tarde, de todos los contratados para realizar un trabajo… nuestro sueldo.