Tacos fríos, chupe y mota: así come la población callejera de la CDMX

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Tacos fríos, chupe y mota: así come la población callejera de la CDMX

El 'Escalera' llegó a vivir a la calle hace unos 20 años. La infidelidad de su mujer lo devastó. Así que tomó una pistola, la metió a su boca y jaló el gatillo, pero sobrevivió. Al poco tiempo se fue a la calle.
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Este texto fue publicado originalmente en la columna 'Comer como' de MUNCHIES, nuestra plataforma de comida. 

En los ojos de Escalera se dibuja el gozo. Los abre grandes imaginando el aroma de un pescado cocinado al fuego, o de los camarones y los ostiones cocidos con limón y vinagre. Saca la lengua y la pasea por los labios, su tono de voz se eleva de contento. Imagina que lo tiene en sus manos y le da una mordida al aire. Pero sólo es eso: imaginación. Vuelve en sí, a su montón de colchonetas y cobija viejas y sucias, que en las noches es una cama y en el día una especie de puf raído y maloliente, donde también guarda la comida que recolecta. Le da un trago a su vaso que contiene un poco de destilado de caña con sabor a coco y refresco de naranja.

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"Mariscos, camarones, ostiones y  fish, eso es lo que más me gusta", dice. "Hasta la China —su pareja también en situación de calle— me decía cuando nos regalaban: ¡ Ay! corazón, ahora sí te rayaste. Y las truchas —le sale su mejor acento jarocho, aunque la borrachera permanente hace que las palabras siempre se arrastren—, una truchita, un platillo exquisitamente delicioso. Apenas la semana pasada me chingué unas que venden así, enrolladas, fritas. Me las regalaron".

De su montón de trapos mugrosos —colocados a unos metros de la placa que indica que ahí iniciaba el Camino Real de Tierra Adentro— saca una bolsa grande con Cheetos para quitarse el antojo. Mete la mano cubierta por unos guantes negros, que deja expuestos sus dedos coronados con uñas cortas llenas de tierra y mugre. Toma una de esas frituras anaranjadas y la lleva a su boca.

"¿Quieres, mi carnal?", pregunta.

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Escalera llegó a vivir a los arcos del callejón de Leandro Valle, al lado del templo de Santo Domingo, en el Centro Histórico de la Ciudad de México, hace unos 20 años. No hacía mucho había abandonado su trabajo como policía. El engaño de su mujer con uno de sus subordinados lo devastó. Así que tomó una pistola, la metió a su boca y jaló el gatillo. La bala salió por su mejilla izquierda, a pocos centímetros del pómulo. Una cicatriz con apariencia de moretón es la secuela de su intento de suicidio. Al poco tiempo se fue a la calle. No se acuerda, o no quiere recordar el momento en que dejó de ser Ramón Escalera y se convirtió simplemente en Escalera, el hombre en situación de calle.

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Vuelve a sus trapos. Encima deja los Cheetos y hurga en una caja de cereal que en lugar de hojuelas de maíz guarda una botellita de alcohol —para curarse alguna herida—, un paquete de cacahuates japoneses y una botella de refresco en la que guarda leche que consiguió por $5.50 pesos el litro en la Liconsa, la lechería del gobierno. Quiere beber un poco de leche, pero encuentra grumos en ella. El calor la echó a perder.

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"La verdad hay gente que me ayuda, saben que vivo en la calle y ya. Yo ya muy forzado me atrevo a pedir dinero, pero por lo normal no tengo esa necesidad. Gracias a Dios para la sobrevivencia sale. Todo lo demás es ganancia. Hoy desayuné unos taquitos. Ya los tenía desde ayer. Guardo algo de comida, porque, como le digo a la China:  Vamos a comer porque primero lo que deja y luego lo que apendeja", cuenta Escalera y suelta una carcajada. Habla de la China como si estuviera con él en ese momento, pero la mujer de 31 años lleva tres meses en casa de su familia, quienes la recogieron.

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Chicharrón y tacos de hongos.

De una bolsa amarilla colocada en el piso, Escalera extrae un plato desechable que tiene envuelto en plástico un poco de chicharrón, algo de salsa roja y un guiso que no se alcanza a distinguir pero, asegura, son tacos de hongos y verduras con tortilla de harina, de la que le gusta, dice levantando el meñique.

"Ayer me puse al talón, cabrón. La gente me trae de comer pero eso que tengo nada más me aguanta para hoy. Del dinero que me dieron me alcanzó para comprar mi alcohol y un refresquito, porque ahorita que ya desayuné me lo bajo con un traguito pa'que resbale, porque ni modo que me ponga a brincar. ¿Pos' cómo?"

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El hombre de unos 60 años de edad, flaco, alto como un jugador de basquetbol, con barba y cabellos grises y grasosos, cojea al caminar. Apoya su peso en un bastón de aluminio que él mismo reforzó con dos bastones de madera, como los que usan los danzantes michoacanos en la Danza de los Viejitos, amarrados con listones y retazos de tela de colores. Hace tres años iba todas la mañana a la fonda La Reynita, ubicada en la calle de Perú, a ayudarle a doña Emma, la dueña del negocio. El Escalera le hacía el aseo, afuera y dentro del local, así como los mandados: iba por cajas de huevo a la Lagunilla o traía  pechugas, piernas y muslos de la pollería de don Cuco. Luego de las labores, la señora le pagaba con comida y unos cuantos pesos, 15 al principio y después le subió el sueldo a 20. Con ese dinero le alcanzaba para su pomo. Hasta el día del accidente.

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"Ahí duré 17 años trabajando y precisamente ahí me accidenté. Estaba lavando el piso, pisé una cáscara de limón y volé pa'rriba", cuenta Escalera, quien echa el cuerpo hacia atrás y sube uno de los brazos con velocidad. "Por eso quedé dislocado. O sea, el disco de la columna vertebral se me salió de su lugar", junta las piernas, se levanta un poco el pantalón para hacer notar que una le quedó más chica que la otra. "Me operaron. El disco quedó fuera. Traía unos pinches dolores que no me la acababa. Se me escurría la lágrima. Ahora todavía me duele pero ya es un dolor más tenue. Después de que me caí, ella me indemnizó con la comida. Voy dos, tres de la tarde y ya veo que tiene".

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Cuando Escalera llega a la Reynita, doña Emma y sus empleadas están alimentando a comerciantes y viajeros que tomarán uno de los autobuses que los llevará a Tabasco. El Escalera no entra a la fonda. Se queda afuera esperando el momento en que la dueña o alguna mesera voltee y lo vea.

"Emmiux", dice en voz alta el hombre cuando lo ve la cocinera.

"A ver, Lupe, atiende a Escalera", contesta la mujer.

"¿Qué vas a querer, Escalera?"

Entonces pide papas con chorizo. Lupe sirve el guiso en un plato desechable acompañado con frijoles, "balas", como les llama Escalera porque cuando están en el proceso de digestión le provocan sonoros pedos.

"Regáleme una gorda y una flaca, por favor", dice. Lupe le da dos tortillas de maíz, las justas para acompañar el guisado. Al tipo no le gusta comer mucha tortilla.

"Sí, voy por algo calientito. Es que con la comida fría luego ando calabaceándome. Me ha pasado, la neta. Me enfermo del estómago. Ahí estaba la China. Se enfermó por comer comida fría. A mí también me hace daño. Me suelta del estómago. ¿Por qué crees que me voy a comer con la Indita —el puesto de barbacoa de los domingos en la calle de Perú—? Ahí también me preguntan:  ¿Qué vas a querer? Si quiero un taco de frijoles con carnita de la barbacoa me lo dan. Y si no, le llevo un tazón y me da caldito. Son buena onda la Indita y sus hijos".

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Rollos primavera.

De la bolsa amarilla saca ahora un par de bolsas de estraza, una café y otra blanca. De la primera se asoman un par de rollos primavera que también alguien le regaló el día anterior. Ahí están fríos, sin el brillo que les da el aceite cuando acaban de salir de la freidora. Uno está mordido y deja expuestas sus entrañas de zanahoria, cebolla, col china y brotes de soya. El otro envoltorio de papel contiene trozos de churros deunafamosa churrería del Centro. Pero, al igual que los rollos primavera, estos cilindros de harina de trigo y azúcar han perdido el aroma a recién hechos. Están aplastados, el azúcar parece amontonada y hasta pareciera que perdieron el color. Pero a Escalera eso no me importa. Le da una mordida y el azúcar se queda colgada de sus pelos en bigote y barba. Cierra los ojos y comienza a masticar. Sus labios se extienden. Hay una expresión de placer. El dulce hace fiesta en su boca.

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Tal vez es la misma cara que puso esa vez que encontró en la basura un par de conchas todavía frescas. En cuanto mordió la primera se acordó de las que hacía su mamá. Hasta del café que le quedaba "chíngón".

"Bendito sea dios nunca me falta de comer. Por eso no ando de ojete", dice mientras cambia su acento, engola la voz, la raspa para oírse malo y gandalla. " ¡A ver, cabrón, regálame una moneda, nomás cinco para completar! Yo nel, nada de eso. Hay veces que sí tengo la necesidad de pedir porque no queda de otra. Pero yo digo:  Si se puede, por favor. No que otros van con el: ¡Ora' me das a huevo!", la risa por el albur expulsa su aliento a alcohol fermentado y presenta los dientes manchados, resultado del tiempo sin pasar un cepillo con dentífrico. "Es que a mí sí me saca de onda la gente muy abusiva que nomás piensa en chingarte. A huevo ni los zapatos entran. Mira, luego viene gente que me pide de comer. Sí, compas que viven en la calle. Saben que algo tengo. Pos' va. Cuando no tengo les digo:  Pues discúlpame, pero vamos a conseguirte aunque sea un taco de tortilla. Nomás le echas sal y salsita y va pa'trás".

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Hace algunos años Escalera conseguía comida en el Callejón Héroes del 57, a unas calles de Santo Domingo, donde personas de una asociación civil servían arroz y algo de guisado a gente que vive en la calle. Pero ya no. "Los que llegan a comer son unos gandallas. Pasados de lanza, ya sabes. Además no camino tan lejos". Tampoco va a los eventos de comida que organiza el gobierno de la Ciudad de México en el Zócalo, como la rosca monumental de reyes o la tamaliza del 2 de febrero.

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"No, yo no voy a esas cosas. No me gusta estar en el 'formadero'. No. Yo soy muy especial en ese sentido; por eso voy con la Reynita que siempre tiene comida, aunque sea frijoles con arroz".

Sirve otro vaso del destilado de caña. Le agrega apenas un chorrito del refresco de naranja. Me lo da. Lo huelo y no detecto aroma a alcohol. Vuelvo a hacer el intento y nada. Hay un penetrante aroma a coco, dulzón, empalaga un poco. Entonces lo pruebo. Parece trago de principiante, muy dulce y sin el sabor fuerte del alcohol. Pero de que pega, pega. El Escalera y sus años de adicción al Salvaje Blanco, el nombre del destilado, son la prueba.

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Salvaje Blanco con refresco de naranja.

Hasta fracasó su enclaustramiento en un anexo, los centros de rehabilitación para adictos, la mayoría clandestinos. Un día su hermano lo recogió de la calle y lo llevó a una de estas casas en el Ajusco, al sur de la ciudad. Iba por dos meses y se quedó cuatro años. Incluso los otros internos lo veían como padrino, que es como se conoce a las personas que dirigen estos lugares. Un día, ya harto del encierro y de la gente que llegaba ahí, les dijo: "Compañeros, ¿ven TV? pues ahí se ven! Yo no soy padrino ni la chingada". Cuando volvió a Santo Domingo la China estaba sentada. El hombre se le acercó y ella reconoció a su enamorado a pesar de estar bañado, con ropa limpia y rasurado.

"¡Corazón!", dijo la China emocionada. "Chale, perdóname, corazón", le respondió el Escalera, que cada que recuerda el momento suelta unas lágrimas. "Me fui un rato, pero ya". "¿Una copita?", preguntó ella. Escalera fue a la tienda, compró un pomo y se lo dio a la mujer. Él no tomó. Los otros teporochos y gente del barrio también se sorprendieron al verlo. Finalmente él ya forma parte del espacio urbano de ese lugar que es la frontera entre el Centro Histórico para turistas y el de los auténticos habitantes de ese lugar: la gente del barrio de la Lagunilla. "Ese Escalaera, échate un pegue", le dijeron. "No, yo no quiero alcohol. Ese lo compré para ustedes".

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Así se pasó tres meses. La banda tomaba y él sólo fichaba, tomaba refresco y ya. Eso sí, veía cómo conseguía la botella. Pero la convivencia diaria con la China, que no puede vivir sin alcohol y piedra —como se conoce al crack—, además del duro trato de la calle, fueron más fuertes que su voluntad.

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"Un día dije:  Chingue a su madre, voy a beber. Y que le jalo. Compré un pomo y me bebí una, pero chida. Nomás la pinté pero casi no se sentía", sorbe de un vaso imaginario y saborea la bebida. Exclama ese "¡ahh!" apagado que indica que la bebida refrescó la boca y satisfizo el gusto. "De un madrazo me lo aventé. Y volví a valer madre hace como 10 años". Y el teporocho ríe. Abre los ojos. Me recuerda a ese capítulo de los Simpson cuando Barney, luego de ser rehabilitado por la NASA, prueba champaña sin alcohol y recae en el vicio. En los Simpson es gracioso, en Escalera es una tragedia.

"No soy maligno, yo hago mis maldades hacia mí mismo por drogarme, por tomar. Porque, ¡ay!, pinche motita cómo me late y el alcohol también. Soy más alcohólico que la chingada".

Lo primero que hace Escalera al despertar, por ahí de las seis de la mañana, es recoger, o más bien amontonar sus colchonetas y cobijas. Luego camina por el callejón de Leandro Valle; orina una de las paredes del templo de Santo Domingo, construido en el siglo XVIII; bebe un poco de Salvaje Blanco para curarse la cruda; se fuma un toque de mariguana y luego un cigarro.

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Cacahuates, alcohol para curarse las heridas y una botella de refresco con leche que el calor echó a perder.

"Hoy me paré tarde. Antes que nada le doy gracias al Jefe", se santigua. "Me persigno ante la iglesia de aquí, de Santo Domingo, luego allá, a la Catedral, porque alcanzo a ver la cruz; y arriba, cabrón", mira al cielo, lo señala sin levantar el brazo, se vuelve a santiguar, "que es donde está el efectivo, el auténtico creador de cielo y tierra, de todo el universo. Y todo es posible, no hay nada que no tenga solución. Porque hasta la muerte tiene solución. Porque hay que morir para empezar a vivir en otra dimensión. Ahí no hay falla. Ni presidentes, ni Carlos Slim ni nadie. Ahí está ya todo computarizado. ¡Pac!", golpea su teclado imaginario con el dedo que lo curva como si fuera un gancho, "hasta aquí te tocó".

Después desayuna, a veces pueden ser tacos fríos, otra unos cacahuates o un pan dulce que taloneó el día anterior. Hoy, por ejemplo, se empacó una naranja y una barra grande de amaranto. Una chica que estaba esperando que abrieran el Palacio de la Escuela de Medicina se los regaló luego de una plática sobre la vida y las bromas que hacen ver al escalera como un tipo simpático.

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"Yo no soy ambicioso. Yo le pago a toda esa gente que me ayuda con la comida con una oración, de todo corazón", los ojos de Escalera se enrojecen. Trata de aguantar la lágrima pero ésta escapa. Jala con fuerza el contenido de su nariz. Pasa el guante mugroso por su cara y la seca. Se levanta y va al encuentro de una chica que trabaja en el centro cultural que está en la calle de Leandro Valle. De verla pasar diario se han vuelto amigos. Escalera la intercepta y la saluda. Ya no llora más.

@MemoMan_