El orador y su discurso    La oratoria siempre fracasa cuando choca con la espontaneidad del bien que tiene la conciencia pública, a no ser que ésta sea corrompida por el miedo o por el odio cerval o fanático. Como acertadamente declara Quintiliano: “Si no está presente la virtud, sin duda no podría existir un discurso perfecto”. Esto es, “si virtus non est, ne perfecta quidem esse possit oratio”. En toda oratoria, sobre todo la deliberativa, tiene extraordinario valor la autoridad de la personalidad del orador (“valet in consiliis auctoritas plurimum”). Debe ser y parecer el más sensato y el mejor todo aquel que quiera que confíen todos en su juicio, en cuestiones que atañen a la utilidad y a la honorabilidad. Hoy esta auctoritas no existe, ni puede existir, en cuanto que ya siempre se elige la utilidad en vez del honor.

La cultura del orador clásico, como la del político actual, debe ser lo más enciclopédica posible, porque debe saber la materia de la que ha de hablar en un contexto general. La materia de la retórica son todos los asuntos que se puedan ofrecer al discurso. Cuando Aristóteles dividió al discurso en tres clases o genera orationum, iudiciale, deliberativum et demonstrativum, este último dividido en alabanza y vituperio, asignó al orador todas las cosas del mundo y sus relaciones. Cicerón llamará a los aristotélicos “orationum genera” “genera causarum”, materias del arte oratorio, que exigen cada una de ellas la inventio y la dispositio, la elocutio y la memoria, y la pronuntiatio sive actio. La Retórica pone freno a las acrobacias del discurso encajando a éste en un modelo clásico que ha pervivido más de 2.600 años. Memorizar este modelo garantiza la coherencia, la comprensión del oyente y la belleza.

Hay tres cosas que debe aportar el orador en cualquier discurso: enseñar, mover y deleitar. Cada discurso se fundamenta en una causa, y una causa es un asunto, cuyo objeto es una cuestión discutida. En palabras de los romanos: “Causa est negotium, cuius finis est controversia”. Eso es, no hay oratoria posible con consenso, la madre que mueve el discurso y la política se llama controversia. Generalmente, la causa en el discurso político, deliberativo, no representa negar la existencia de la cosa o afirmarla, sino justificar el hecho o, por el contrario, criticarlo, vituperarlo o denunciarlo. Se trata de interpretar y valorar de acuerdo a una ideología latente y de acuerdo a una interpretación del ordenamiento jurídico. La causa, a la que pertenece la mayoría de los casos en litigio, cuando no se niega el hecho, sino que se defiende lo acontecido por una razón justa.

El acusador o atacante utiliza la conjetura, que deriva de coniectus (lanzamiento), en tanto que el acusado la negación (infitiatio). En la política y el ámbito forense predomina más la intención ( voluntas ) que el texto legal. Sin intención no hay controversia.

¿Por qué hoy no existe una oratoria política digna de tal nombre, que si no se funda en la retórica clásica, se funde al menos en alguna otra? ( Se nos ponen los pelos como escarpias cuando pudiera alguien llamar la retórica actual a los power-point o los prezzi, gracias a los cuales cualquier bárbaro ignaro te pueda endilgar un discurso ). Hay más de una razón. Como me decía hace unos días en una comida don Antonio García-Trevijano, cuando la política oligárquica genera una ciudadanía que se degrada en aficiones de la misma categoría que las futboleras, el placer de la sola victoria barre todo mínimo asomo de la emoción humana ante la exposición bella de la verdad, de los principios nobles y del rigor de la argumentación en la controversia. No basta con que haya libertad para la oratoria sino que también importa muchísimo cuales son los principios morales de los oyentes ( “plurimum refert qui sint audientium mores”).

Decían los clásicos que pocas son las cosas de las que brotan todos los discursos: el hecho y lo no sucedido, el derecho y la injusticia, el bien y el mal. Efectivamente tres son las preguntas que se plantean en todo caso discutido, a saber: si existe la cosa, qué es y cómo es.

El objeto artístico de la oratoria es el discurso. Tradicionalmente la dispositio clásica organiza el discurso en cuatro Partes:

  1. EXORDIUM: En el exordio el orador debe lanzarse con prudencia, reserva y medida. La solemnización del comienzo o de la inauguración es un problema que excede la retórica (ritos, protocolos, liturgias ). En algunos discursos del género deliberativo vemos que no hay exordium, se entra in medias res. Es cuando el orador recomienda un fin o un objetivo de forma abrupta o trepidante. El exordio comprende canónicamente dos momentos: A) captatio benevolentiae, o intento de seducción del auditorio al que inmediatamente se trata de captar con una prueba de complicidad. La retórica clásica y medieval tiene una miríada de tópoi o trucos para conseguir el orador la simpatía de los jueces o del auditorio ( la humildad, un chiste,…todo aquello que produzca cercanía y atención ). También a veces encontramos en este apartado un excursus o eggressio en forma de anécdota sabrosa con que “enganchar” al público. B) El segundo momento es la partitio. En ella se anuncia el plan del discurso, los apartados de que consta en relación al contenido. La ventaja de esta parte reside en que, según Quintiliano, nunca parece largo algo cuyo término se anuncia, sabiendo en todo momento el oyente cuánto falta para acabar. Esta parte del discurso está en decadencia en cuanto que con ella se buscaba en su día el favor de los oyentes (“petatur audientium favor”) y hoy el discurso deliberativo – aquél que se hacía para persuadir o disuadir – se pronuncia sólo ante entregados devotos o ante adversarios sordos.
  2. NARRATIO (la diégesis griega). Es el relato de los hechos intervinientes en la causa, pero este relato está concebido únicamente desde el punto de vista de la prueba; es la exposición persuasiva de algo que se ha hecho o se pretende que se ha hecho. La narración no es, pues, un relato ( en el sentido novelesco y como desinteresado del término ), sino una prótasis argumentativa. La narratio ofrece información ordenada del tema (“ordinem rei docet”) Presenta dos caracteres obligados: 1) la desnudez: nada de digresiones, nada de prosopopeya, nada de argumentación directa. Debe ser clara, verosímil y breve. 2) su funcionalidad: es una preparación para la argumentación; la mejor preparación es aquella cuyo sentido está oculto; la narratio tiene simientes escondidas ( semina probationum ), que brotarán en la tercera parte del discurso. La narratio incluye dos tipos de elementos: los hechos/facta y las descripciones/ékphraseis. Hoy, en estos tiempos tenebregosos de postverdad y hechos alternativos, la narratio contiene la transparencia de la mala literatura de ficción, kitch, a la que sólo se le exige la coherencia verosímil de los impossibilia (adýnata) y la coherencia de los caracteres de los sujetos diegéticos y metadiegéticos.
  • A la narratio o exposición de los hechos le sigue la confirmatio o exposición de los argumentos: es aquí donde se enuncian las “pruebas”. La confirmatio (apodeixis) puede incluir tres elementos: 1) la propositio (prothesis): es una definición concentrada de la causa, del punto a discutir; puede ser simple o múltiple, esto depende de los cargos o temas; 2) la argumentatio, que es la exposición de las razones probatorias; se debe comenzar por las razones fuertes, continuar por las pruebas débiles y terminar con algunas pruebas muy fuertes; 3) la altercatio, el ataque racional en 2ª persona al adversario políticos (genus deliberativum) o al abogado de la otra parte (genus forense).
  1. La última parte de la oratio supone el intento del orador de dejar con buen sabor de boca a su auditorio. Por ello, entraña la parte más literaturizada, más bella, con mayor emoción moral. Quizás lo más bello de la literatura clásica se encuentre en estas perorationes. Presenta dos nieveles: 1) el nivel de las “cosas” (posita in rebus): se trata de retomar y resumir ( enumeratio, rerum repetitio); 2) el nivel de los “sentimientos” ( posita in affectibus ) en el que el orador hace vibrar las cuerdas más sensibles. Es la gran escena del político o del abogado. Una escena de gran teatro.

En general, el discurso político debe ser sencillo y digno, y adornarse más de pensamientos que de palabras. Como las palabras se armonizan con las cosas, reciben ya su brillantez del propio resplandor de la materia (“ipso materiae nitore”). En general, el político deberá preferir el honor a la utilidad y, en general, defender la utilidad a través del honor, haciéndola honorable.

 


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