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Ni ciencia ni ficción. A propósito de Fahrenheit 451, de Ray Bradbury

La ciencia ficción es una caja de sorpresas. Envuelta en su halo de fantasía cósmica, suele presentarse como un género riguroso que habla de mundos inventados donde todo es posible para bien o para mal. Pero es solo un disfraz para incautos. El género o sub-género suele encerrar las mejores reflexiones filosóficas sobre la naturaleza de lo humanos, sus alcances y limitaciones; sus perversiones y grandezas. Lo que somos y podemos llegar a ser, lo que no nos hemos propuesto alcanzar y lo que sufrimos por quedarnos atrapados en nuestra pequeñez. Se puede leer como una distracción inocente, y funciona. Se puede atrapar el hilo seductor que explica la vida y funciona mejor. Usted elige.

Ray Bradbury es uno de los magos de este prodigio. Narrador, filósofo y poeta autodidacta ha volcado en su escritura un largo camino reflexivo para legarnos ideas cautivadoras sobre nuestra esencia y los conflictos que acarrea defenderla, cuando la propia especie se traiciona a sí misma eligiendo ser lo peor que puede llegar a ser. Meterse en una novela de Bradbury es un compromiso moral que le queda grande a la ciencia ficción simple, si es que existe tal cosa.

Fahrenheit 451 es uno de sus trabajos más conocidos. Escrita en la década de los 60 y considerada una joya en su género, Fahrenheit se instala en la saga de las distopías pero con una intención mucho más sublime y lírica que sus compañeras de tema. Entre el suspenso policial, la acción trepidante, la angustia existencial, la filosofía humanista y el aliento esperanzado, esta novela termina por ser una guía espiritual para la desorientación moral de los pensantes. Su gran acierto es responder a las preguntas esenciales de los humanos en cuanto tales, y retarnos a vivir según esas respuestas bellas y dolorosas al mismo tiempo.

Dividida en tres partes, la obra va tomando cuerpo en la intriga que la sostiene. Nos cuenta el salto prodigioso del bombero Montag, quien va a sufrir la transformación propia del que descubre la verdad a tiempo para salvarse y salvarnos. En una sociedad donde leer es un peligro porque lleva a pensar y a pensar para descubrir certezas y desechar fraudes, los bomberos han trastocado su papel de apaga-fuegos por el de pirómanos oficiales del poder, que incendian palabras para que no produzcan ideas. En ese mundo de cartón piedra, solo la televisión invasiva es el recurso tecnológico mediante el cual llega el entretenimiento enajenante. En ese mundo de plástico barato está prohibida toda actividad mental profunda. Es un mundo que vacía y anula todo el potencial humano. Potencial que debería pasar de generación en generación a través de las ideas que encierran los libros y que van gestando nuevas ideas para dar vida a la humanidad que se eleva por encima de su estrecho marco físico para volar alto gracias al pensamiento. Los libros aquí son el enemigo. Volar es el pecado mayor. Y se vuela porque se lee, y se piensa sobre lo que se lee para seguir volando. Por los siglos de los siglos, hasta que los buitres del poder descubren la amenaza y en su infinita estupidez van contra el efecto y no contra la causa. También por los siglos de los siglos.

Si a ver vamos , Fahrenheit reproduce la eterna batalla entre el Bien y el Mal con un escenario más atractivo que el del sermón oficial. En el bando de los buenos están los aliados del pensamiento libre y poético, liderados por Montag, Faber y la hermosa Clarisse. Son los amantes de la naturaleza, de vida bucólica sin artíficos, de la lectura enriquecedora, de la mente productiva. Son los defensores de la sabiduría obtenida por la capacidad de procesar la vida plena, por no conformarse con la norma, por indagar hasta alcanzar la verdad trascendente. Esa que dicen que nos hace libres y auténticos. Esa que nos enseña a buscar el Quijote, o la Biblia, o Shakespeare.

El bando del Mal se dedica a matar la vida. La vida de la alegría natural, la del pensamiento creativo, la del amor a lo que respira claridad. Millie y sus amigas , el capitán Beatty, los bomberos adocenados y el sabueso infernal son los inquisidores del fuego destructivo que arrasa con lo que respira. Sin propósito, sin sentido, huecos e infelices pasan por el infierno creyendo que es el cielo y no se enteran. Sin coraje para vivir plenamente y con absoluto desconocimiento de lo que eso pueda significar se dedican a acabar con lo que los perturba: libros, personas reales, seres libres, naturaleza virgen, posibles descubrimientos sorprendentes sobre sí mismos y sobre el mundo gris en el que a duras penas sobreviven. Entre pantallas que aturden, incendios que aniquilan y pastillas para no saber, ni ser, persiguen a los que saben por el delito de siempre: buscar la verdad, encontrarla y difundirla. Lo que hacen los libros, exactamente.

No ganan los buenos, hay que decirlo. No del todo. Pero tampoco se hace apología del mal, como tanto gusta el posmodernismo más reciente. Bradbury consigue el balance justo que da con la clave para la solución del conflicto usando la simbología del fuego. Desde el título que nos habla de la temperatura a la que se quema el papel, hasta la salamandra que usan los bomberos para prender las llamas que consumirán a los libros, pasando por la imagen del Ave Fénix, la estructura profunda de la historia es un canto a lo inextinguible, a lo que permanece inalterable entre contradicciones y riesgos. A la vida perdurable más allá de todo intento de aniquilación. El fuego quema y calienta, mata y da vida. Todo depende de quién controle la llama.

Lo que emana del espíritu inmortal que anida en cada criatura humana se hace eterno. No hay fuego que lo extermine, no se consume en la llama, se renueva y cambia constantemente sin principio ni fin. Resurge purificado en cada era, en cada ciclo. Asciende triunfante siempre. Vence enemigos y peligros. Lo que el hombre hace cuando da lo mejor de sí es un poder que nada ni nadie puede destruir y que se impone en todo tiempo a las sombras. Y ese legado supremo está recogido en la sabiduría que los libros atesoran y que solo algunos privilegiados pueden reconocer y heredar.

La humanidad está en los libros. Seremos más humanos en el tiempo de los libros. Expandiremos nuestra humanidad en la sabiduría que ellos legan. En la que dejan en cada uno de nosotros. En el estímulo que nos otorgan para continuar. Y es preciso continuar porque no ha llegado el tiempo de detenerse, según nos susurra el Eclesiastés.

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