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Soy mileurista, ¿pero realmente vivo peor que mis padres?
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comprar un piso y TENER jubilación me suenan a utopía

Soy mileurista, ¿pero realmente vivo peor que mis padres?

Casa propia, trabajo fijo, viajes… A simple vista mis padres vivían mejor que yo con 27 años, pero si comparo las ventajas de mi generación con las de la suya no lo tengo tan claro

Foto: Mis padres, 'babyboomers', a la izquierda y yo a la derecha, de la generación 'millennial'.
Mis padres, 'babyboomers', a la izquierda y yo a la derecha, de la generación 'millennial'.

Cuando mi madre tenía mi edad, España atravesaba el año 86. Los españoles se estrenaban en la Unión Europea y Felipe González revalidaba su presidencia del Gobierno con su segunda mayoría absoluta. Toda una generación tarareaba ‘La Puerta de Alcalá’ y ‘A quién le importa’ con una estética ahora impensable, y se emocionaba con el 5-1 contra Dinamarca en el Mundial de México.

Mariángeles –Angelines para los amigos, Ange para mi padre– trabajaba entonces en El Corte Inglés de dependienta, su segundo trabajo, vendiendo jerseys y otras prendas de punto en la sección de Señora, puesto que mantuvo durante 27 años. Ganaba 90.000 pesetas al mes con cuatro pagas (unos 1.400 euros actuales con el IPC aplicado). Y se consideraba una privilegiada.

El 51% de los jóvenes españoles piensan que viven peor que la generación que les precede

Ella, que había nacido en El Pozo del Tío Raimundo en la chabola de unos extremeños que se fueron a la capital en busca de un futuro mejor, vivía de alquiler en Arapiles (Madrid) por unas 15.000 pesetas (que ahora serían 240 euros) junto a mi padre, José Miguel, con quien se acababa de casar. Los dos tenían trabajo estable y ya habían viajado a Lisboa, Grecia y Roma. Desde que tengo uso de razón, nuestros álbumes familiares han estado plagados de estampas en todos los puntos de la península, algo poco habitual en la España de la época, aunque también era inusual que dos sueldos entrasen en casa.

Unos meses después se compraron un piso en Tribunal, en el que crecí, por cinco millones de pesetas (cerca de 80.000 euros). Con mi edad, ya tenían una casa en propiedad tan solo con sus ahorros, sin hipoteca, en una de las zonas más caras ahora de la capital (una vivienda similar, 100m2, ronda actualmente los 390.000). Entonces, la droga que campaba a sus anchas en las aledañas Chueca y Malasaña rebajaba bastante el precio. Solo la reforma les costó cerca de dos millones, aunque esta sí tuvieron que financiarla. “Era una cueva, hubo que tirarlo todo y volverlo a hacer”, recuerda mi madre. Yo, con 27 años, acabo de mudarme a mi quinta casa de alquiler, en el que se me va casi la mitad de mi sueldo de mileurista. Comprar una casa no es una opción ni para mí ni para casi nadie de mi generación. Por mucho que ahorremos, una hipoteca de varias décadas irá inevitablemente en la firma de nuestro hogar definitivo. Ikea, es verdad, ha abaratado de forma considerable amueblarla por dentro. El cabecero y las dos mesillas de mis padres costaron 50.000 pesetas (casi 800 euros actuales), mientras que las de diseño sueco que tengo pendientes de montar se quedan en 130. Eso sí, las primeras aún se conservan y yo dudo que dentro de 30 años pueda decir lo mismo.

Mi madre, como mi padre, no tenía estudios superiores. Se quedó en un curso de secretariado que nunca puso en práctica porque mi abuelo no le dejó trabajar en ninguna de las empresas que la quisieron contratar. Por aquel entonces, mi padre, cuatro años mayor, acababa de dejar su trabajo en una editorial para incorporarse a una cooperativa de distribución de libros, cobrando según los beneficios, mes a mes o semana a semana. Ambos ganaban más que yo a mi edad, a pesar de las dos carreras, el máster y los tres idiomas que figuran en mi currículum.

Un buen salario, un puesto para toda la vida, una casa en propiedad, viajes por Europa… ¿Vivía la generación de mis padres mejor que la mía? El 51% de los jóvenes españoles piensa que sí, según un estudio llevado a cabo por Ipsos Mori en 20 países. Curiosamente, son los menores de 30 en países en desarrollo los que se ven en mejor situación que sus progenitores, contra el pesimismo de los europeos. A simple vista así lo parece, en un contexto de crisis que arraigó cuando nuestra vida adulta debía despegar y cuyas consecuencias aún arrastramos.

placeholder Mis padres en unas vacaciones por el norte de España
Mis padres en unas vacaciones por el norte de España

Pero profundizando en los matices –y en los datos–, la realidad se presenta mucho más compleja. Si mis padres pudieron comprarse una casa tan jóvenes, por ejemplo, fue porque llevaban trabajando desde los 14 y 16, en el sitio que les tocó, más que el que eligieron. Y ellos tuvieron la suerte de que mis abuelos no les pidieron dejar el salario en casa, como era habitual, y pudieron ahorrarlo.

El nivel de vida de mi madre con 27 años sería comparable, en todo caso, al que tendré yo dentro de diez. Aunque llevo trabajando prácticamente desde que acabé la carrera, en 2013, acumulo menos de tres años de cotización –juntando trabajos esporádicos, un periodo de autónoma, y un año en este diario–. Por el camino pasé por cuatro prácticas laborales. Y he tenido suerte; muchos de mis amigos y excompañeros aún están buscando trabajo.

El mantra “cualquier tiempo pasado fue mejor” se desmonta fácilmente con los datos, al menos en lo económico. Los productos de la vida cotidiana y el ocio no han sufrido grandes cambios o se han abaratado respecto a la media de salarios de la gente de mi edad. Solo en la vivienda se aprecia un desorbitado aumento en la cantidad de meses de salario que la generación 'baby boom' y la 'millennial' invertimos en cada gasto.

La mayor diferencia, y mejora, sin embargo, no es la económica, sino la social. Mi madre, la misma que me echaba la bronca por llevarle la contraria, se fugó una temporada de casa con 24 años porque mis abuelos no la dejaban volver más tarde de las diez de la noche, entre muchas otras restricciones. Por comparar, con 24 años yo vivía en Berlín y apenas daba cuenta de lo que hacía más allá de las puntuales llamadas por Skype. A mí no me cuestionaron la libertad que ella no vio. Jamás he tenido hora de volver a casa.

Mi padre nunca tuvo ese problema, aunque también influyó que desde pequeño vivió con su tía, que le mantenía con su sueldo de limpiadora, y no con mis abuelos, que habían emigrado también a Alemania (aunque en unas condiciones muy diferentes a las mías). Su primer coche fue un Gordini de segunda mano, que compró por 10.000 pesetas. El mío me lo regalaron ellos cuando empecé la carrera y me saqué el carnet, con 19 años. Era un Micra negro que vendí años después para pagarme el máster. Ahora estoy ahorrando para comprarme otro, aunque este sí, será de segunda mano.

placeholder Mi madre en Grecia durante su luna de miel.
Mi madre en Grecia durante su luna de miel.

Hasta que se casó, mi madre no empezó a disfrutar de una vida social un poco más ajetreada. Salían a menudo de cañas con sus amigos, igual que cualquiera de mi edad, pero poco a cenar. “No había ese hábito, íbamos solo en contadas ocasiones para celebrar algo”. En mi caso, rara es la semana que no ceno fuera al menos una vez. Eso sí, iban al cine todos los domingos. A cualquiera de los muchos que plagaban el centro de Madrid y que ahora se han transformado en tiendas de ropa o restaurantes. Las películas aún no podían bajarse de Internet y el VHS empezaba a ganarse un hueco en los salones. La tecnología ha hecho nuestras vidas más fáciles y es más asequible que nunca. El ordenador que me compré hace tres años costó unos 500 euros, mientras que en el 86 un Commodore 64 suponía tres meses de salario y no estaba al alcance de casi nadie. El primer ordenador familiar, de hecho, tardó unos cuantos años en llegar a casa. Era un Inves con Windows 95 de segunda mano y los juegos con los que pasábamos las tardes mi padre y yo necesitaban varios disquetes.

En cuanto a los viajes, los vuelos 'low cost' y las plataformas como Airbnb han abaratado notablemente conocer otros lugares, y sin duda puedo tachar del mapa muchas más ciudades que mis padres en el 86. Tampoco he tenido que esperar a casarme para poder viajar.

Como en salir a cenar, tampoco había un “hábito” por la educación superior como la que ha podido disfrutar mi generación. El número de matriculados en la universidad se ha duplicado respecto al de los años 80, y, al menos cuando yo empecé la carrera –antes del tasazo y los recortes en becas–, aún era asequible para casi cualquiera. “Antiguamente no te planteabas seguir estudiando, no había tanta información sobre qué hacer después del colegio, y la universidad simplemente no era una opción porque no estaba en nuestra mentalidad. Era: acabas de estudiar y te pones a trabajar”, cuenta mi madre, que finalmente estudió Empresariales con 45 años, dos hijas y su mismo trabajo de dependienta. Ahora es perito en una conocida aseguradora. Mi padre, por su parte, está en edad de jubilarse después de 23 años en la misma empresa. “Jubilación”, para nosotros, es un vocablo que suena a otra época, sin ninguna esperanza de que llegue hasta nuestros días.

placeholder Mi padre, también en Grecia.
Mi padre, también en Grecia.

Ellos tenían un trabajo para toda la vida, pero a menudo no era un trabajo que querían. De hecho, a sus 58 y 62 años consideran que en el plano laboral la principal pérdida de una generación a otra es la estabilidad. “Antes sabías que podías poner una mercería, un bar o un kiosco, que te iba a ir bien. Ahora veo una incertidumbre en cualquier puesto”, cuenta mi madre.

La estabilidad laboral es una de las grandes pérdidas de los últimos 30 años

Salvo eso, y aunque el precio de la vivienda y el alquiler les parezca "un disparate", ni mi padre José Miguel ni mi madre Angelines consideran que yo viva peor que ellos: “Hacéis más cosas que en nuestra época, tenéis más oportunidades y en general hay otra mentalidad”, explica mi padre. “Ahora disfrutáis más de la vida”.

Lo que no saben es que es precisamente gracias a ellos. Como muchos de su época, nacieron en una casa humilde y alcanzaron un estatus que no les correspondía. El salto cualitativo de mis padres respecto a los suyos fue olímpico y las oportunidades que ha tenido mucha gente de mi edad han sido la consecuencia. Mi historia no representa a toda mi generación, pero sí a la mayoría de la gente de mi entorno de clase media. Pudimos dedicarnos a estudiar una carrera, a irnos de Erasmus o a saltar de práctica en práctica, mientras cultivamos unas expectativas que se están dando de bruces con una realidad inesperada. La cuestión no es si vivo o no mejor que mis padres –hasta ahora creo que así ha sido–, sino si ese futuro, que a sus 27 años no hizo más que mejorar, será tan prometedor para nosotros.

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Nota metodológica

Para comparar los objetos en los gráficos hemos utilizado el Luxembourg Income Study Database, conocido como LIS, la mayor base de datos pública de ingresos anuales en diferentes países. Incluye datos de 50 estados diferentes y series históricas que se remontan hasta los años 70. El Instituto que lo elabora, el Cross-National Data Center in Luxembourg, se dedica a mantener y actualizar estos datos para que las cifras sean comparables entre sí a lo largo del tiempo.

Tras consultarlo con los expertos del centro, hemos utilizado el dato de los ingresos medianos del sexto decil de población, es decir esa persona por encima y por debajo de la cual hay un mismo número de personas. Un tramo, el sexto decil de reparto de la renta, que se puede utilizar como identificador de la clase media. Para 1985, esa cifra equivalía a 270.277 pesetas; para 2013 a 9.738 euros.

Para que la comparativa resultara más clara y no hubiese distorsiones debidas al cambio de moneda, hemos expresado las magnitudes en meses u horas durante las cuales debería ganar dinero una persona para poder comprar cada objeto.

Hemos utilizado los siguientes precios de referencia: 

Seat Ibiza: 625.000 pesetas en 1985; 9.600 euros en 2015
Telefunken 20'': 69.000 pesetas en 1985
TDSystem 32'': 169 euros en 2016
Commodore 64: 79.000 pesetas en 1986
Toshiba L12: 259 euros en 2017
iMac: 1180 euros en 2017
Entrada para el cine: 225 pesetas en 1985; 9,3 euros en 2017
Piso de 100m2 en el barrio de Arapiles, Madrid: 2.000.000 de pesetas en 1984; una media de 389.000 euros en 2017
Cena en Madrid: 1300 pesetas en 1986; 25 euros en 2017
Copa en Madrid: 100 pesetas en 1986; 6,5 euros en 2017

En cuanto a las cifras que aparecen en el artículo, todas tienen aplicado el incremento del IPC desde el año 1986 en su paso de pesetas a euros.  

Cuando mi madre tenía mi edad, España atravesaba el año 86. Los españoles se estrenaban en la Unión Europea y Felipe González revalidaba su presidencia del Gobierno con su segunda mayoría absoluta. Toda una generación tarareaba ‘La Puerta de Alcalá’ y ‘A quién le importa’ con una estética ahora impensable, y se emocionaba con el 5-1 contra Dinamarca en el Mundial de México.

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