domingo, 11 de octubre de 2015

San Oreja y compañeros mártires.

Pregunta: mi abuela trajo de Libano una estampa escrita en libanés con un ermitaño vestido con cueros de oveja a quien le habian cortado una oreja y ella le prendia velas le decia Mar Edna ella solo hablaba libanés al tiempo aprendi que Mar (san) Edna (oido) ellla nos decia que era un santo libanés ermitaño que vivió antes de San Maron y que viajo por Siria y turquia y que sufrio martirio pero no sabemos mas.

Martirio de Mar Edna-San Tarachos.
Respuesta: Es esta una pregunta de las que me gustan, porque me hacen meterme en otras culturas y lenguas. En un principio me parecía complicada porque desconozco, y mucho, de santos de origen asiático, de Oriente medio. Es una laguna enorme, casi un mar, para mi. Con este santo, supuse que se le llamaría así o por su patronato sobre los males de oído, o por su martirio. Buscando en mis archivos sobre lo primero, o hallé ninguno, y pasé a lo segundo, el tipo de martirio. Muchos hay a los que se le cortase las orejas, pero no me aclaraba nada, pero nada. Así que me lancé a buscar amigos católicos orientales o libaneses, que me aclarasen. Y en ello estaba cuando ¡voilá! hallé una web de los monjes antonianos de rito libanés donde había un apartado dedicado a ¡Mar Edna! Ahí tenía que estar la cosa. Y descubrí lo que ocurría: el mártir Mar Edna, en árabe, no es otro que el San Tarachos, en griego, mártir que ya conocemos y que forma parte de un trío con San Provos y San Andronikós (castellanizados como Taraco, Probo y Andrónico). Sucede que en árabe se le conoce como "orejas", y es efectivamente, por su martirio. 

Santos Taraco, Probo y Andrónico, mártires. 5 de abril, 13 de mayo, 27 de septiembre y 11 de octubre. 

Estos tres santos gozaron de amplia devoción en Oriente, y sus actas eran muy conocidas y leídas por los cristianos. Auxencio, obispo de Mopsuestia en el siglo V construyó una basílica en su honor fuera de las murallas de la ciudad, al recibir algunas reliquias procedentes de Anazarbo. El 7 de Mayo de 483, San Martirio, obispo de Jerusalén, colocó bajo el altar del monasterio de San Eutimio, algunas reliquias de los tres mártires. Así mismo San Severo de Antioquía pronunció un panegírico en su honor el 6 de septiembre de 515. En Constantinopla, la capital del imperio, fueron  dedicadas dos iglesias en su memoria, lo cual indica el grado de popularidad y devoción de su culto.

Dicho esto, pues vamos a las actas, que afortunadamente se conservan en versión griega y latina, y en su 90% son verídicas. Se dividen las actas en un prólogo que es una carta dirigida por un grupo de cristianos a los fieles de la Iglesia de Icona, que dicen haberlas obtenido de la misma “audiencia criminal” de Cilicia, por medio del pago de doscientas monedas, con vistas a que no se pierda el testimonio martirial de los santos, para lo cual les piden las envíen a otras iglesias, para que edifiquen a los fieles y les sirvan de ánimo en las persecusiones. Le siguen tres interrogatorios llevados a cabo en diversos sitios, durante los cuales se van sucediendo diversos tormentos, como los golpes, el fuego, las piedras y planchas calientes, el potro, las mutilaciones como el corte de las orejas a San Taraco. Terminan con un epílogo. Hay que desconfiar de la última parte, que son un añadido del que muchos desconfían, por narrarse portentos que no se corresponden con la sencillez de los interrogatorios. Va desde que los santos llegan al anfiteatro hasta que sus reliquias son salvadas. 

El 21 de mayo de 304 fueron llevados Taraco, Probo y Andrónico ante Flavio Cayo Numeriano Máximo, gobernador de Tarso, con los cargos de desobediencia a los edictos del emperador acerca de sacrificar a los dioses y al mismo emperador. Sobre los tres mártires no conocemos nada previo a su vida, salvo los detalles que dan las actas, como que eran soldados, que Taraco era el mayor, y otros. Como son un hermoso testimonio, puede servirnos de fuente de meditación y ejemplo cristiano, reproduzco los largos interrogatorios y el final. Perdonarme la extensión, por esta vez. 


Primer Interrogatorio. En Tarso

Máximo: ¿Cómo te llamas? porque siendo tú el más viejo de los tres, debes tú ser preguntado el primero: responde pues.
Taraco: Yo soy cristiano.
Máximo: Olvida esa impiedad que no te hace mucho honor, y dime solamente tu nombre.
Taraco: Yo soy cristiano.
Máximo, a los guardias: Rompedle las quijadas, y decidle: “Otra vez no respondas una cosa por otra.
Taraco: Este es mi verdadero nombre. Si quieres saber el que he recibido de mi padre, me llamo Taraco, y en el ejército me llamaban Víctor.
Máximo: ¿De qué profesión, y de qué país eres?
Taraco: Yo soy soldado romano, y Claudiópolis, Ciudad de Isauria, es el lugar de mi nacimiento y porque soy cristiano he dejado el servicio.
Máximo: Bien hecho, porque tu impiedad te degrada y te hace indigno de llevar las armas: no obstante, quiero yo saber cómo has obtenido tu licencia.
Taraco: La pedí a Publion mi capitán, y me la concedió.
Máximo: Pues mira compadézcome de tu vejez, pero es preciso que obedezcas a las órdenes de los emperadores, y te prometo que si lo haces de tu voluntad, tendrás motivo para estar contento conmigo. Vamos, ven, y sacrifica a los dioses [como] nuestros príncipes les ofrecen sus cultos.
Taraco: Vuestros príncipes cometen un grande error.
Máximo, a los guardias: Deshacedle la boca por lo que ha dicho.
Taraco: Sí que lo he dicho, y lo vuelvo a decir otra vez, que lo cometen ¿pues no son hombres para errar?
Máximo: Sacrifica a nuestros dioses, y déjate de todos esos rodeos.
Taraco: Yo sirvo a mi Dios, y cada día le sacrifico. No la sangre de las víctimas, sino un corazón puro, porque Dios no gusta de esa especie de sacrificios sangrientos.
Máximo: Ciertamente tengo compasión de tu vejez: renuncia, pues, a toda esa vana superstición, y sacrifica a nuestros dioses, mira que te hablo como amigo.
Taraco: Yo no renuncio tan fácilmente a la Ley de Dios.
Máximo: Acércate, te digo, y sacrifica.
Taraco: No cometeré semejante impiedad: tengo mucho respeto a la Ley de Dios.
Máximo: ¿Y tenemos nosotros otra ley? Di, cabeza de hierro.
Taraco: Sí por cierto, y es la que os manda adorar a la madera, a las piedras, obra toda de vuestras manos.
Máximo, a los guardias: Dadle de golpes, y decidle: “Deja ese vano encaprichamiento en que estás”.
Taraco: No dejaré yo un capricho que salva mi alma.
Máximo: Yo te le haré dejar bien presto, y te haré cuerdo, a pesar tuyo, y aunque tú no quieras.
Taraco: Bien puedes hacer lo que gustes, a vuestro arbitrio está mi cuerpo.
Máximo, a los guardias: Quitadle los vestidos y azotadle muy bien con varas.
Taraco: Verdaderamente has hallado el secreto de hacerme cuerdo, yo mismo me hallo fortificado por las llagas que acaban de hacerme, y siento que crece en mí más y más la confianza que tengo en mi Dios y en Jesucristo.
Máximo: ¡Ah malvado! ¿cómo puedes decir que no hay sino un Dios, cuando ahora mismo acabas de nombrar dos?
Taraco: Yo confieso al que es el verdadero Dios.
Máximo: Pues si dices que sirves a Dios y a Jesucristo.
Taraco: Está muy bien, pero es porque Jesucristo es Hijo de Dios, y un solo Dios con su Padre, esperanza de los cristianos, por el cual sufrimos, y por quien somos salvos.
Máximo: ¿Otra vez? Déjate de esos vanos discursos, acércate y sacrifica.
Taraco: Estos no son vanos discursos, sino la verdad. Sesenta y seis años tengo, y siempre he vivido en el conocimiento y amor de esta verdad, y jamás me he apartado de ella.
Demetrio, el Centurión: Hombre miserable, ten compasión de ti mismo y sacrifica, créeme.
Taraco: Apártate de mí, ministro de Satanás.
Máximo, a Demetrio: No perdamos el tiempo, que lo carguen de cadenas, y que lo lleven a la cárcel. Haced que entre el que se sigue.

Y trajeron a Probo.

Máximo: ¿Cómo te llamas?
Probo: Tengo dos nombres y el más noble es cristiano, y el que los hombres me dan es Probo.
Máximo: Y bien, Probo, ¿de qué familia eres, y de qué país?
Probo: Mi padre era originario de Tracia, y yo he nacido en Sida, en la Panfilia. Mi familia no es muy ilustre, pero yo soy cristiano.
Máximo: No la ilustrarás tú mucho con ese nombre, ni es nada a propósito para hacer fortuna. Créeme, sacrifica a los dioses, este sí que es un medio mucho más seguro, porque en este caso yo te prometo mi amistad, y el favor de los emperadores.
Probo: Mi ambición es muy poca y yo me pasaré muy bien sin el favor de los emperadores, y no estimo vuestra amistad. Podía hacer en el mundo una figura bastante considerable, pero hago tan poco caso de los bienes de la tierra, que por servir a mi Dios lo he renunciado todo.
Máximo, a los guardias: Desnudadle y dadle cien golpes con nervios de bueyes.
Demetrio, a Probo: Mira por ti, amigo mío, y no te dejes así bañar todo en sangre.
Probo: Yo os abandono mi cuerpo, vuestros tormentos son para mí un agradable refrigerio.
Máximo: Infeliz! ¿Es posible que has de querer permanecer siempre en tu obstinación y tu locura ha de ser incurable?
Probo: No soy yo tan necio ni tan loco como pensáis, por más cuerdo me tengo yo que vosotros y por eso no sacrifico a los ídolos.
Máximo, a los guardias: Volvedle del otro lado, y dadle sobre el vientre.
Probo: Señor Jesús, socorred a vuestro, siervo.
Máximo, a los guardias: Decidle a cada golpe: “¿Dónde está ese Jesús a quien llamas en tu socorro?”
Probo: Ya me ha oído, no lo dudéis, aquí está presente, yo conozco que me sostiene y una de las señales de su protección es que todos vuestros tormentos no han podido aún con lo que queréis.
Máximo: Mira el estado en que te hallas y como la tierra está toda cubierta de tu sangre. Probo: Sabed  que cuanto más sufre mi cuerpo más aliviada se siente mi alma, y conforme se debilita el uno, la otra va tomando nuevas fuerzas.
Máximo: Ponedle grillos en pies y manos, y que no se permita a nadie el verle. ¿Dónde está el tercero?

Y trajeron a Andrónico.

Máximo: Di tu nombre.
Andrónico: Si queréis saber la verdad, os digo que soy cristiano.
Máximo: Tus antepasados no se llamaban así. Responde, pues, al caso.
Andrónico: Pues bien, por satisfaceros os digo que me llamo Andrónico:
Máximo: ¿Y tu familia?
Andrónico: Esta no es de las menores de Éfeso y mi padre tiene allí uno de los primeros puestos.
Máximo: Si quieres creerme, deja todos esos discursos inútiles y no hagas caso a los que te han precedido, que se han hecho los locos, bien que su locura les cuesta caro. Pero tú, si quieres seguir mi consejo, y si te he de hablar como si fueras mi hijo, adora a nuestros dioses, rinde a nuestros príncipes el honor que les es debido, y esto lo harás obedeciendo prontamente a sus órdenes. Mira que son nuestros padres, y nuestros dueños y señores.
Andrónico: Vosotros los llamáis vuestros padres y tenéis al demonio por padre: vosotros sois sus hijos y hacéis las acciones de tales. 
Máximo: Mira, joven, no abuses de la contemplación que tengo a tu edad. Ya ves ahí todos esos suplicios dispuestos.
Andrónico: Verdad es que soy joven, si cuentas mis años, pero mi alma ya ha llegado a la edad viril y ya tiene toda la fuerza y toda la madurez debida.
Máximo: Ea, deja esas bachillerías y sacrifica si quieres librarte de los tormentos, porque con cualquiera resistencia no lo conseguirás.
Andrónico: ¿Os parece que yo tengo menos ánimo o mejor gusto que los otros?, ¿y os imagináis que he de querer yo cederles en valor o en fidelidad para con mi Dios? Pues os declaro que estoy pronto a sufrir todo cuanto me quisiereis hacer padecer.
Máximo, a los guardias: Desnudadle enteramente y tendedle sobre el potro.
Demetrio, a Andrónico: Antes que os dejéis desgarrar tan miserablemente, escuchad sola una palabra.
Andrónico: Mas quiero perder mi cuerpo que mi alma, haced lo que quisiereis.
Máximo: Sacrifica, Andrónico, y no me obligues a hacer estragos contigo.
Andrónico: Yo jamás he dado culto a los ídolos en mi vida, y no he de comenzar hoy a hacerlo.  ¿quereis que yo sacrifique a los demonios?
Máximo, a los guardias: Vamos, ya no hay que esperar nada de él, ejecutad vuestras órdenes.
Atanasio el carcelero, a Andrónico: Ea, haz lo que el Gobernador te pide: yo tengo dos veces más edad que tú, y esto es lo que hace tomarme la libertad de darte este consejo.
Andrónico: Para ser un hombre que se cree tan cuerdo y que tiene dos veces más edad que yo, es cierto que me das un consejo admirable, como es el sacrificar a unas piedras, y a unos leños. Tomadle para vos mismo si queréis.
Máximo: Tú no sabes todavía lo que es sufrir el hierro y el fuego, y puede ser que después de haberlo experimentado renuncies unas quimeras que no te librarán de nuestras manos.
Andrónico: ¡Dichosas quimeras que nos hacen poner en Dios toda nuestra esperanza! La prudencia del siglo es la que da la muerte.
Máximo: ¿Quién te ha enseñado todas esas extravagancias?
Andrónico: La palabra que da la vida, que la conserva y que nos asegura que hemos de resucitar algún día, según la promesa que Dios nos ha hecho.
Máximo: Déjate de todas esas locas imaginaciones, o si no, mira que te haré atormentar sin misericordia.
Andrónico: En tus manos estoy, tú eres el dueño, haz lo que quisieres.
Máximo, a los guardias: Pues no le perdonéis en nada.
Andrónico: Señor, que sois un Dios justo, ved lo que sufro injustamente: mirad como me castigan como si fuese un homicida, no habiendo cometido crimen alguno.
Máximo: ¿Llamas tú no tener culpa el haber despreciado los decretos de los emperadores, y desafiándome hasta en mi tribunal?
Andrónico: Yo creo en Dios, defiendo su verdad, espero en su bondad. Ved ahí todo mi delito; por esto es por lo que se me hace sufrir.
Máximo: No nos vendas tanto tu piedad y tu religión; la tendrías en efecto, si venerases los dioses que los emperadores adoran.
Andrónico: Impiedad es, y no religión el abandonar el culto del verdadero Dios por adorar el bronce o el mármol.
Máximo: Luego según tu estimación, infeliz y detestable, ¿nuestros príncipes son unos impíos? – y dijo a los guardias: Que lo vuelvan, y que le metan puntas de hierro por los costados.
Andrónico: En tu poder estoy, haz de mí lo que quisieres.
Máximo, a los guardias: Tomad pedazos de tejas y frotadle con ellos sus llagas.
Andrónico: Por cierto que acabáis de dar a mi cuerpo un grande alivio.
Máximo: Yo quiero ir poco a poco acabando contigo.
Andrónico: Vuestras amenazas no me dan miedo. El espíritu que me conduce, es mejor que el que os hace obrar.
Máximo, a los guardias: Ponedle al cuello una gruesa cadena, y otra a los pies, y que se le guarde con cuidado. 

Y lo llevaron a la prisión con sus compañeros.

Segundo Interrogatorio. En Mopsuestia.

Máximo, a Demetrio: Entren los cristianos, esos hombres impíos.
Demetrio: Aquí están, Señor.
Máximo: Bien sé que la vejez se ha de respetar, pero es cuando la acompañan la cordura, y la prudencia, y así Taraco , si como creo, que habiendo tenido lugar de hacer tus reflexiones, has mudado de parecer y estás dispuesto a obedecer a nuestros príncipes, y a sacrificar a los dioses, qiuero también asegurarte , que estoy pronto a dar a tu edad, y a tu mérito todo el honor que le es debido.
Taraco: Agradase a Dios, a este Dios, que es el único, y verdadero Dios, que vuestros príncipes, y todos los que por complacencia o por preocupación siguen los mismos errores, pudiesen salir de la extraña ceguedad en que están, y que ilustrados por la fe, pudiesen andar a favor de sus luces por el único camino que lleva a la vida.
Máximo, a los guardias: Quebradle las quijadas con una piedra y decidle: “Deja de ser loco.
Taraco: Esta locura, que me reprendéis no es sino una verdadera prudencia, y la vuestra no es sino una verdadera locura.
Máximo: Ya no tienes ningún diente, infeliz , y acaban de hacértelos polvo, salva a lo menos, lo restante del cuerpo.
Taraco: Aunque me hicieseis mil pedazos siempre sería más fuerte, porque toda mi fuerza viene de Dios.
Máximo: No importa, créeme que aun será para ti mejor partido el sacrificar.
Taraco: Si yo creyese que esto me había de ser tan ventajoso como dices no padecería tan grandes tormentos.
Máximo, a los guardias: Abofeteadle otra vez, y decidle: “Responde bien”.
Taraco: ¿Me has hecho quebrar todos los dientes y quieres que responda?
Máximo: ¡Ah insensato! ¿Después de todo esto aún no te rindes? Acércate, pues, al altar, y sacrifica.
Taraco: Si me has quitado el medio de hablar a lo menos con alguna facilidad, no me has podido quitar la habla interior y mi alma cada vez está más firme y más inalterable.
Máximo: ¡Ah, hombre maldito de los dioses! yo hallaré el secreto de quitarte tu locura. – y dijo a los guardias: traigan un brasero con carbón bien encendido, y metedle las manos dentro hasta que se quemen.
Taraco: Si no es más que eso, vuestro fuego poco vale : solo hay uno, que es el que yo más temo, y este es el fuego eterno.
Máximo: Ya tienes tus manos del todo tostadas, ¿no es tiempo de que llegues a ser cuerdo? Ven pues a sacrificar.
Taraco: Parece que me habláis como si ya me hubieseis hecho consentir en lo que pretendéis de mí, y como si vuestra crueldad me hubiese quitado la fuerza de poder resistiros más: aun no estoy en ese estado, gracias a Dios, y así no tenéis mas que continuar, que aún os he de hacer trabajar.
Máximo, a los guardias. Colgadle por los pies con la cabeza abajo y encended fuego, que haga mucho humo.
Taraco: ¿No me ha podido hacer temer tu fuego, y pretendes intimidarme por tu humo?
Máximo: ¿Y sacrificarás ahora?
Taraco: Bien podéis vos sacrificar si queréis, que yo no lo haré.
Máximo, a los guardias: Traed vinagre y sal, y echádselo en las narices.
Taraco: Tu vinagre nada tiene de fuerte, y no hay cosa más sosa que tu sal.
Máximo, a los guardias: Mezcladle mostaza y frotadle las narices.
Taraco: Sábete que tus verdugos te engañan, y que me han dado miel por mostaza.
Máximo: Basta, por ahora. Entretanto yo imaginaré algún otro nuevo tormento, y no se ha de decir, que yo he salido vencido en este negocio; preciso será que dejes tu locura.
Taraco: Está muy bien, siempre me hallarás pronto a responderte.
Máximo, a los guardias: Quitadle de ahí, y devolvedle a la cárcel. Que entre otro.

Y trajeron a Probo

Demetrio, a Probo: Y bien, ¿lo has pensado bien? ¿Has sanado ya de tu locura, y vienes ya con ánimo de sacrificar a los dioses? Nuestros príncipes ya sabes tú que todos los días les ofrecen sacrificios por la salud de sus vasallos.
Probo: Otra vez se renueva en mi corazón una nueva audacia; los tormentos que he sufrido, no han servido de otra cosa que de hacerme más fuerte y más vigoroso endureciendo mi cuerpo; y me siento con una firmeza capaz de sufrir todos cuantos me podéis hacer padecer. Ni vosotros, ni vuestros príncipes alcanzarán de mí, que sacrifique yo a unos dioses que no conozco. Yo tengo a mi Dios en el Cielo: yo le sirvo, yo le adoro, pero ni sirvo, ni adoro a otro que a él.
Máximo: ¿Pues qué, infeliz, los dioses que nosotros adoramos, no son dioses vivos como el tuyo?
Probo: ¿Cómo unas piedras, y unos leños, que son obra de un escultor, han de ser dioses vivos? Gobernador, no sabéis lo que os hacéis cuando sacrificáis a esta suerte de divinidades.
Máximo: Hombre malvado, ¿cómo tienes la insolencia de decir que no sé lo que hago cuando adoro a los dioses inmortales?
Probo: Perezcan para siempre esos dioses inmortales , que no han hecho ni el cielo ni la tierra.
Máximo: Escucha, deja todas esas astucias que no te han de servir. Si quieres que te salve la vida, dales incienso.
Probo: Yo no puedo dárselo a muchos dioses. Un solo Dios es el verdadero Dios y yo le adoro y le adoraré.
Máximo: Pues bien, ven y sacrifica a Júpiter el gran Dios y de los demás te dispenso.
Probo: Yo tengo un Dios en el Cielo, no temo nada y a él solo adoro. Ya os lo he dicho tantas veces, que esos a quien vosotros llamáis dioses, nada son menos que dioses.
Máximo: Y yo te digo otra vez, que des culto y adoraciones a Júpiter, Dios poderosísimo.
Probo: ¿No tenéis vergüenza de llamar Dios a aquel a quien los adulterios, los incestos, y otros delitos aún más enormes importan de nada?
Máximo, a los guardias: Dadle en la boca con una piedra por haber blasfemado.
Probo: ¿Por qué me han de dar por eso? ¿Adelanto yo alguna cosa nueva o falsa? ¿Los que sacrifican a Júpiter hablan de otro modo? ¿Vos mismo no lo habéis dicho siempre?
Máximo, a los guardias: Es preciso contener estas sátiras: que pongan al fuego una plancha de hierro y estando caldeada que se la pongan bajo las plantas de los pies.
Probo: Ese fuego no tiene ningún calor, a lo menos yo no lo siento.
Máximo, a los guardias: Dejad la plancha por más tiempo al fuego, y no la saquéis de él hasta que esté hecha toda ascua.
Probo: Ahora comienza a sentirse un poco el calor.
Máximo: Atenle, pues, tiéndanlo sobre el potro, y azótenle con correas de cuero crudo, hasta que sus espaldas estén todas bañadas de sangre.
Probo: Todo eso no me hace fuerza, si no inventáis alguna cosa nueva y hacéis la prueba, que entonces reconoceréis el poder de Dios, que está en mí, y que me fortifica.
Máximo, a los guardias: Raedle la cabeza y echadle encima carbones encendidos.
Probo: Ya me habéis hecho quemar la cabeza y los pies, y esto no ha servido sino de ostentar el poder, y la bondad del Dios que adoro y de convenceros de vuestra impotencia. Yo sirvo a mi Dios, que me salvará, y no a vuestros dioses, que no pueden hacer más que perder a los que los sirven.
Máximo: ¿Con que todos los que están aquí, y que sirven a los dioses, están perdidos? Al contrario, son felices, honrados de los emperadores, y amados de los dioses mismos, cuando tú por tu desobediencia eres el horror de todo el mundo.
Probo: Todos cuantos decís perecerán infaliblemente si no hacen penitencia, puesto que contra el testimonio de su conciencia han abandonado al Dios vivo por adorar a los ídolos.
Máximo, a los guardias: Acabadle de quebrantar todas las quijadas para que no diga más “un Dios”, sino “los dioses”.
Probo: ¡Mal Juez! ¡Juez inicuo! tú me haces quebrar los dientes y desfigurar todo el rostro porque te digo la verdad.
Máximo: No solo te mandaré quitar toda la dentadura, sino también cortar esa lengua que profiere tantas blasfemias.
Probo: Tú me harás cortar la lengua, ¿pero me podrás tú por ventura quitar esta habla interior e inmortal que oirá Dios siempre a pesar tuyo?
Máximo, a los guardias: Volvedle a la carcel, y traed el tercero.

Y trajeron a Andrónico:

Máximo: Los que han sido examinados antes que tú, oh Andrónico, parece que al principio han querido subsistir en su primera terquedad, pero ¿qué han ganado con eso? golpes y confusión. Y después de haber padecido bastantes tormentos les ha sido preciso el rendirse y les hemos hecho, aunque con gran trabajo, resolver a convertirse. No obstante, no dejarán de recibir bastantes recompensas que se procurará darles por ello. Y así ahora estás a tiempo de mirarlo bien y elegir el mejor partido, puesto que tarde, o temprano has de hacer lo mismo, y no has de poder dejar de obedecer a los emperadores y sacrificar a los dioses. Hazlo voluntariamente, que con eso ganarás más. Pues a poco que te resistas, te juro por los mismos dioses, y por los invencibles emperadores, que no saldrás de mis manos por esta, vez sin dejar la vida.
Andrónico: Impostor, ¿para qué pretendes engañarme? ¿Crees tú poderme persuadir fácilmente que has recibido del cielo la facultad de volver las voluntades a tu antojo? Mientes descaradamente cuando me aseguras que estos de quienes acabas de hablar renunciaron al verdadero Dios y yo sé muy bien que ni siquiera pensaron en consentir en tu impiedad. Mas aun cuando esto fuese así, ¿piensas tú hallar en mí tal facilidad? No lo esperes; el Dios que adoro me ha revestido de las armas de la fe y Jesucristo mi Salvador me ha hecho participante de su poder, y esto es lo que hace que yo comparezca aquí sin temer ni tu poder, ni el de tus amos, y señores, ni el de tus dioses. Fuera de eso, ¡expón a mis ojos y prueba, si quieres, en mi cuerpo todos los tormentos que has podido inventar!
Máximo, a los guardias: Atadle a dos estacas y azotadle con toda vuestra fuerza con nervios de bueyes.
Andrónico: Eso nada tiene de nuevo ni de extraordinario y ese suplicio es muy común.
Atanasio el carcelero: ¿Tienes ya el cuerpo todo lleno de sangre y dices que esto no vale nada?
Andrónico: Al que cree en Dios, y al que le ama, poco se le da de esto.
Máximo: Sembradle de sal menuda todas sus llagas.
Andrónico: Manda que no la escaseen; esto te lo suplico, para que estando como confitado y curado con la sal, pueda sin corromperme resistir por más tiempo a tu crueldad.
Máximo, a los guardias: Volvedle vientre arriba, y renovadle sus primeras llagas, que todavía no estarán cerradas: volved a descargar sobre él.
Andrónico: Sí, sí, dad con fuerza , que el que me ha curado otra vez, me curará ahora.
Máximo, a los cerceleros: ¿No os dije que no le dejaseis ver de ninguno absolutamente , y que no permitieseis que se tocase a sus llagas? Y con todo eso, ya veis que... 
Pegaso, un carcelero: Protesto a Vd. que ninguno le ha puesto las manos, ni siquiera le ha hablado; para esto se le encerró en el calabozo más hondo, y más retirado, y quiero perder la cabeza si no digo la verdad.
Máximo: ¿Pues cómo se le han curado las llagas?
Pegaso: Os juro por vuestro alto nacimiento, que no lo sé.
Andrónico: El Médico que me ha puesto la mano no es menos hábil que caritativo. ¡Pobres ciegos y que aún no le conocéis! No es con yerbas ni polvos, con lo que él cura, sino con sola una palabra. Él está en el Cielo y se halla presente a todo.
Máximo: Todas esas vanas imaginaciones que nos vendes no te servirán de mucho. Sacrifica cuanto antes a los dioses o eres perdido sin remedio.
Andrónico: Yo no soy hombre de dos palabras: lo que una vez he dicho, lo diré siempre: ¿soy yo acaso algún niño, a quien se halaga o a quien se intimida como se quiere?
Máximo: No creas que yo quiera cederte la victoria.
Andrónico: Ni pienses tú , que yo te permita la menor ventaja.
Máximo: No se quedará sin castigo el desprecio que haces de mi poder.
Andrónico: No triunfarás tú de mí tan fácilmente como imaginas.
Máximo: No se ha de decir que mi tribunal depende de ti.
Andrónico: Ni tampoco se dirá que Jesucristo depende de tu tribunal.
Máximo: Que me tengan prontos para la primera sesión nuevos tormentos.

Tercer Interrogatorio. En Anazarbo de Cilicia.
 
Máximo: Confiesa la verdad, Taraco, ¿No es cierto que las cadenas, los azotes, y los demás tormentos no te parecen ya tan dignos de desprecio? Toma pues mi consejo, renuncia tu impiedad de la cual no has sacado hasta aquí alguna utilidad, y sacrifica a los dioses, que son dueños de la naturaleza y de la fortuna.
Taraco: Jamás me persuadiréis que el mundo sea gobernado por dioses que están condenados a unos tormentos eternos. ¿Había yo de ofrecerles sacrificios para ser eternamente abrasado con ellos?
Máximo: No dejarás de blasfemar, ¡oh el mas malvado de los hombres!, ¿o te imaginas que después de haberme irritado con tus insolentes discursos te he de dejar solo con hacerte perder la cabeza?
Taraco: Pluguiera a Dios: no desmayaría yo por mucho tiempo, que el combate sé acabaría bien presto. No obstante, haced lo que gustéis, que cuanto más largo y penoso sea, más rica y brillante será la corona de gloria que se ha de dar en premio.
Máximo: Eso es lo que según todas las leyes, los fascinerosos como tú deben aguardar.
Taraco: Lo que ahora decís es contra la justicia y la razón: verdad es que las leyes condenan a muerte a los que han cometido algún delito, pero los cristianos que son inocentes y que únicamente sufren por la causa de Dios, tan lejos está de que las leyes los juzguen dignos de muerte, que al contrario, hacen que esperen recibir una recompensa infinitamente gloriosa.
Máximo: ¿Qué recompensa pueden aguardar unos impíos que mueren en su impiedad y en su malicia?
Taraco: No os toca a vosotros el informaros de qué manera recompensa Dios a sus siervos en el Cielo: estas cosas exceden vuestra inteligencia, y no sois dignos de ser instruidos en ellas; pero nosotros, que tenemos la dicha de serlo, sufrimos con alegría todos cuantos esfuerzos emplea contra nosotros vuestra rabia cruel.
Máximo: No siendo tú más que un miserable desertor, ¿cómo tienes aliento a hablarme como si fueses mi igual?
Taraco: Verdad es que no soy vuestro igual, pero soy de condición libre, y así puedo hablar libremente en todo el mundo, nadie me lo puede impedir porque el que me hace hablar es el mismo Dios verdadero.
Máximo: Yo mismo te lo impediré muy bien.
Taraco: Yo os desafío a vosotros y al diablo vuestro padre, a que no.
Máximo: Ea, acabemos de una vez: elige, o sacrificar a los dioses, o padecer los tormentos más crueles.
Taraco: En el primero, y segundo interrogatorio confesé que era cristiano, ahora confieso, y protesto la misma cosa. Creedme, que si pudiese en conciencia sacrificar a los dioses, lo haría.
Máximo: ¿ Pero qué ventajas sacarás tú de tu obstinacion? Voy a hacerte atormentar del modo más terrible; entonces te arrepentirás de tu locura, pero será ya tarde.
Taraco: Si yo hubiera de arrepentirme, no aguardaría a ahora, ya lo hubiera hecho en el primer tormento que sufrí, o a lo menos en el segundo, pero gracias a Dios me siento bastante fuerte para resistir al tercero. Y así haced lo que gustaseis, que en vuestro poder me tenéis.
Máximo, a los guardias: Ligadle, atadle, que es un loco, un furioso.
Taraco: Seríalo en efecto, si hiciese lo que me pedís.
Máximo: Ya estás tendido sobre el potro: obedece y sacrifica antes que te entregue a los verdugos.
Taraco: Yo os podría alegar mi privilegio y el rescrito de Diocleciano que prohíbe a todos los Jueces hacer sufrir a los soldados todas suertes de penas. Mas para que no sospechéis en mí alguna flaqueza, no usaré de mi derecho ni reclamaré contra la violencia que hacéis de las prerrogativas de la milicia.
Máximo: Todo soldado que rehúsa sacrificar por la salud de los emperadores, pierde su privilegio, ¿pues cómo te habías de atrever tú a valerte de él, cobarde, después de haber desertado?
Taraco: ¿Para qué os acaloráis tanto? Ya os he dicho que hagáis lo que gustéis.
Máximo: No creas que te voy a dejar en un momento. Voy a hacerte morir con una muerte lenta, y después haré arrojar tu cuerpo a los perros.
Taraco: ¿Pues por qué no lo hacéis? quién os detiene? Parece que no tenéis sino palabras.
Máximo: Ya veo yo lo que te adula: tú esperas que algunas devotas mujeres Vengan después de tu muerte a recoger tus reliquias y a embalsamar tu cuerpo, pero yo lo dispondré muy bien.
Taraco: Haz lo que quisieres de mi cuerpo, yo te lo concedo muerto o vivo.
Máximo: Sacrifica a los dioses.
Taraco: Ya te he dicho más de veinte veces que no sacrificaré ni a dioses, ni a diosas.
Máximo, a los guardias: Rasgadle los labios, y hacedle pedazos todo el rostro.
Taraco: Todo mi rostro me lo has destrozado, y afeado, pero mi alma cada vez está más hermosa. Pronto estoy a recibir todos los golpes que quisieres: no los temo, porque estoy armado con las armas divinas.
Máximo: ¿Dónde están esas armas, hombre maldito? Tú estás desnudo, tú estás todo cubierto de llagas, y tú dices que estás armado.
Taraco: Sí que lo estoy, pero tú no ves nada, porque estás ciego.
Máximo: Yo te dejo decir todo lo que quieras, tú haces cuanto puedes por enfadarme, para que te haga morir de una vez.
Taraco: ¿Que yo te quiero enfadar porque te he dicho que no puedes ver mis armas? Pues digo la verdad, porque para verlas es necesario tener el corazón puro y el tuyo está manchado, así como lo están tus manos de la sangre de los siervos de Dios.
Máximo: Tú eres un loco.
Taraco: No soy tal, porque no adoro a los demonios, que son engañadores, sino al Dios de la verdad, que pone en mi boca todas las verdades que te digo.
Máximo: ¿Qué verdades? ilusiones. Sacrifica y líbrate por este medio de la terrible miseria a que tan imprudentemente te has expuesto.
Taraco: ¿Tan poco cuerdo me juzgas, que he de poner yo mi confianza en un dios que no tenga el poder de hacerme eternamente feliz? Tú pones toda tu dicha en conservar tu cuerpo, pero por tu alma parece que nada se te da.
Máximo, a los guardias: Que se hagan calentar unas piedras puntiagudas y que hechas ascua se le metan por debajo de los sobacos.
Taraco: Todo eso no me hará mudar de parecer. Taraco , siervo de Dios , jamás adorará las abominaciones que adora Máximo.
Máximo, a los guardias: QUE LE CORTEN LAS OREJAS.
Taraco: No por eso estará mi corazón menos atento a la palabra de Dios.
Máximo, a los guardias: Arrancadle todo el cutis de la cabeza, y después cubrídsela toda de carbones encendidos.
Taraco: Manda que me desuellen vivo, y verás si soy menos afecto a mi Dios.
Máximo, a los guardias: Metedle otra vez piedras agudas y ardiendo por debajo de los sobacos.
Taraco: Dios del Cielo, volved los ojos hacia acá abajo y juzgad mi causa.
Máximo: ¿Qué Dios llamas tú en tu socorro?
Taraco: Un Dios que tú no conoces.
Máximo, a los guardias: Que lo vuelvan a la prisión hasta el dia de los espectáculos. Entre otro.

Y trajeron a Probo:

Máximo: Tratamos, Probo, de tu interés. No vayas a precipitarte inconsideradamente en tormentos, cuyo rigor has experimentado ya. Hágate cuerdo el ejemplo de los que te han precedido y no compres tan caro como ellos el arrepentimiento. Ven, y sacrifica a los dioses, y deja a mi cuidado lo demás: yo te empeño mi palabra que tendrás motivo para alegrarte y darme gracias, y a los dioses.
Probo: Sábete, que todos nosotros somos de un mismo sentir, porque todos adoramos a un mismo Dios, que es el verdadero. No esperes, pues, hacernos mudar de pensamiento: todos te diremos siempre una misma cosa: creísteis que vuestras promesas podrían hacernos titubear, pero no han producido efecto alguno y aunque habéis usado de violencia, vuestros suplicios nos han salido mejor. Y así, hoy me veréis más firme, y más inalterable que nunca en mi primera resolución.
Máximo: Parece que todos estáis de concierto y ya voy viendo que los tres estáis acordes para tratar a nuestros dioses de vanas divinidades.
Probo: No os engañáis, porque todos estamos de acuerdo en sostener firmemente la verdad.
Máximo: Antes que te haga sentir los efectos de mi justa cólera, quiero advertirte otra vez que te mires bien, y lo pienses seriamente. Créeme, preveníos, mira que serán terribles.
Probo: Creedme a mí también lo que voy a decir, y es que ni vos, ni vuestros dioses, ni los que os han dado todo el poder que tenéis sobre nosotros podreis jamás con todos vuestros esfuerzos arrancar de nuestros corazones el respeto y el amor que tenemos por Jesucristo nuestro Señor y nuestro Dios, cuyo nombre confesamos altamente, ni hacernos faltar a la fidelidad que le hemos jurado y le debemos.
Máximo: Atadle y colgadle por los pies.
Probo: No dejarás tú de ser cruel por agradar a tus demonios y te honras de asemejarte a ellos.
Máximo: ¿Tanto gustas de sufrir? Pues mira los males que te preparas, y piensa en que no tienes más que un cuerpo.
Probo: Haz lo que quisieres: lo que ya he padecido me ha dado demasiado placer, con que mira para que yo no desee el sufrir todavía más.
Máximo, a los guardias: Calentad unas piedras que tengan corte, y con ellas hacedle grandes incisiones en los costados, esto puede ser que le haga parar su locura.
Probo: Cuanto más insensato te parezco, más cuerdo soy a los ojos de Dios.
Máximo, a los guardias: Volved a poner las piedras al fuego y hacedle largas sajaduras en las espaldas.
Probo: Mi cuerpo está a tu disposición: quiera el Señor del Cielo y tierra considerar la humildad de mi corazón y mi paciencia.
Máximo: Ese Dios a quien clamas es el que te ha entregado a mi poder.
Probo: El Dios que yo invoco ama a los hombres y no quiere su muerte.
Máximo: Abridle la boca y echadle dentro vino de los sacrificios y hacedle tragar carne de las víctimas propiciatorias.
Probo: Mirad, Señor, la extrema violencia que padezco y juzgad según vuestra justicia.
Máximo: Ahora bien , tú ya has experimentado una infinidad de tormentos por no sacrificar y con todo eso acabas de participar del sacrificio.
Probo: No exageres tanto tu pretendida victoria: la hazaña no es muy ventajosa para ti por haberme hecho gustar, a pesar mío, de esas ofrendas abominables.
Máximo: Qué importa, tú ya has bebido, tú ya has comido de ellas , lo más ya está hecho, acaba de hacerlo voluntariamente para ponerte en libertad.
Probo: No quiera Dios que jamás puedas vencer mi resistencia, y manchar la pureza de mi fe. Pero sábete, que aun cuando hicieses echar en mi boca todo el vino de las ofrendas, no sería esto capaz de hacer titubear en la menor cosa a la integridad de mi alma. Dios ve la violencia que se me hace y sabe que no doy consentimiento.
Máximo, a los guardias: Calentad otra vez piedras puntiagudas y cuando estén hechas todas ascuas, cauterizarle las piernas.
Probo: El infierno y sus ministros ningún poder tienen sobre los siervos de Dios.
Máximo: No hay una parte en tu cuerpo que no sea una llaga, infeliz, a qué esperas?
Probo: Este cuerpo lo he entregado a los tormentos por afianzar y salvar mi alma.
Máximo: Haced caldear clavos gruesos y traspasadle las manos.
Probo: ¡Oh Salvador mío! gracias os doy, de que me asociéis, y hagáis compañero de vuestros sufrimientos.
Máximo: ¿Tantos tormentos como padeces te hacen vano?
Probo: El demasiado poder te ciega.
Máximo: Insolente, ¿es este el respeto que se me debe a mí, y a los muy santos y muy buenos dioses, cuyo partido defiendo?
Probo: Pluguiera a Dios que tu alma no fuese ciega, y que en medio de las tinieblas no te creyeses estar rodeado de luz.
Máximo: ¿Porque te he dejado libres los ojos, te atreves a imputarme no sé qué ceguedad imaginaria?
Probo: Bien puedes hacérmelos arrancar, que no por eso veré menos claro.
Máximo: Es necesario darte este gusto.
Probo: Pues no se quede en solas amenazas, es preciso efectuarlo: no temas, que ni por eso estaré más triste.
Máximo, a los guardias: Picadle los ojos con agujas y haced que sus puntas le vayan quitando poco a poco la vista.
Probo: Ya me tienes ciego: tú me has hecho perder los ojos del cuerpo, prueba a ver si puedes también quitarme los del alma.
Máximo: ¿Aún hablas así, y estás ya en eternas tinieblas?
Probo: Si conocieses tú en las que está tu alma anegada te tendrías por más infeliz que yo.
Máximo: ¿No tienes ya más que un soplo de vida y no cesas de hablar?
Probo: En cuanto anime un poco de calor a este cuerpo que me has dejado no cesaré de hablar de mi Dios, de alabarle, y de darle gracias.
Máximo: ¿Qué, esperas tú vivir después de estos tormentos? ¿O te has imaginado que te he de dejar morir apaciblemente?
Probo: Yo no aguardo nada de ti, sino una muerte cruel, y yo no pido hada a mi Dios,sino la gracia de perseverar hasta el fin en la confesión de su santo nombre.
Máximo: Pues yo te dejaré debilitar y consumir de dolor como lo merece un malvado como tú.
Probo: En eso harás lo que suele hacer un tirano cuando tiene en su mano el poder y halla hombres tan malos como él que le obedezcan.
Máximo, a los guardias: Quitadlo de ahí, y volvedlo a la cárcel. Tened mucho cuidado, especialmente en que ninguno de sus compañeros le hable palabra y de que no vengan a darle la enhorabuena de lo que ellos llaman su victoria. Yo lo reservo para los próximos espectáculos. Que entre Andrónico , que es el más determinado de los tres. 

Y trajeron a Andrónico.

Máximo: Ya es tiempo de que pienses bien tus cosas, y mires por tu provecho ¿lo has mirado bien, y has considerado que lo más importante para ti es el vivir reconocido a los dioses? ¿O serás todavía tan enemigo de ti mismo, lo que yo no puedo creer, que perseveres siempre en tu terquedad primera? Que si es así, no puede menos de serte muy funesta. Vamos, vamos, ríndete y haz lo que te se pide, sacrifica a los dioses, que ellos te volverán con usura el honor que  de ti recibieren. No aguardes más que yo tenga para contigo la condescendencia más mínima, por poca resistencia que hagas a una cosa tan justa, y tan razonable. Acércate, pues, al altar, sacrifica, y tienes la vida segura.
Andrónico: Tirano y hombre aliado a la mentira, bien muestras tú tu natural feroz e inhumano; y bien le percibo yo en medio de esas palabras artificiosas. No creas que me has de engañar: yo soy inalterable en la confesión que he hecho de un solo Dios. Solo opondré a tu crueldad una constancia invencible, y a la injusticia de tus pensamientos, la fuerza que Dios me ha de dar para resistirlos. Yo te enseñaré que la virtud es de todas edades, y que la prudencia se puede hallar algunas veces en la juventud.
Máximo: ¿Es algún acceso de locura o posesión del demonio la que te hace hablar así?
Andrónico: ¡Ni uno, ni otro: eso sería si yo consintiese en lo que me propones. Pero tú mismo, si se ha de juzgar por tus acciones, ¿qué otra cosa eres que un demonio detestable?
Máximo: Tus dos compañeros hacían como tú de valientes, antes del tormento: todo ello no era sino bravatas, palabras fieras y altivas, pero no eran más que un soplo, ni hay cosa más sumisa que ellos después que los he puesto en razón por medio de los tormentos. Ya no han tenido dificultad de sacrificar a los dioses, y a los mismos emperadores.
Andrónico: Eso sí que es propiamente hablar al aire, y como un adorador del dios de la mentira: ahora conozco, por lo que acabas de decir con tan gran falsedad, que los hombres son tales cuales son los dioses a quienes sirven.
Máximo: Quiero pasar por tal, si no abatiese yo tu insolente orgullo.
Andrónico: Ni por eso me pones miedo. A pie firme te aguardo y cubierto con el nombre del Señor experimentaré sin inmutarme todo el fuego de tu cólera.
Máximo, a los guardias: Haced unos rollos de papel, pegadles fuego, y abrasadle el vientre con ellos.
Andrónico: Aun cuando tú me hagas echar en medio de las llamas, no por eso sería más segura tu victoria con tal que yo respirase aún. ¿No ves que mi Dios combate por mí?
Máximo: ¿Es posible que siempre te me has de resistir?
Andrónico: Sí, mientras viviere. Y así hazme morir prontamente, si quieres vencer. Este es el único medio que te queda.
Máximo, a los guardias: Pongan al fuego dos punzones, y hechos ascua métanselos por entre los dedos.
Andrónico: Enemigo declarado de Dios, tu alma, entregada al demonio está toda poseída de él: tus pensamientos son los de este maligno espíritu: tú no haces sino lo que él te inspira, y sus sentimientos son los tuyos. ¿Acaso creerás que esto me ha de causar algün temor? Nada menos que eso: Sábete que no le tengo, al contrario, te tengo mucho desprecio y el mismo Jesucristo es quien me lo inspira.
Máximo: ¿No hablas tú de ese hombre a quien Poncio Pilato hizo castigar?
Andrónico: Calla, espíritu inmundo, y guárdese muy bien tu boca impura y sacrílega de atreverse a pronunciar este adorable nombre. Puede ser que te lo hubiera permitido, si no te hubieras hecho indigno con tantas crueldades como execres sobre sus siervos, pero no lo esperes más, porque no te has contentado con perderte a ti solo por estos horribles excesos, a que cada día te entregas, sino que también has querido perder a otros feúchos, a quienes has hecho cómplices de tus delitos, aunque regularmente contra su voluntad.
Máximo: ¿Pero tú qué provecho sacas de creer y de esperar en ese hombre a quien llamas Cristo?
Andrónico: ¿Qué provecho? ¡Ah! muy grande, una recompensa infinita. Él tendrá cuenta de todo cuanto yo sufro ahora por él.
Máximo: No esperes a lo menos morir del primer golpe. Te quiero también reservar hasta el día de los espectáculos, para que no estando debilitado por los tormentos seas más sensible a los bocados de las bestias: entonces te verás devorar los miembros uno después de otro por aquellos crueles animales y yo haré que tu alma sienta por largo tiempo antes de separarse de tu cuerpo.
Andrónico: ¿Qué exceso de furor y de rabia esperas que el demonio sugiera a la tuya? Tú eres más inhumano que los tigres y más sediento de sangre que los más determinados homicidas. ¿No tienes horror de hacer perecer a unos hombres que son tus semejantes, que nadie los acusa, que son inocentes y que jamás te han hecho mal alguno?
Máximo, a los guardias: Abridle la boca y hacedle que beba del vino ofrecido a los dioses.
Andrónico: Mirad, Señor, la violencia que se me hace.
Máximo: ¿Y qué pretendes ahora? Tú no has querido sacrificar a los dioses, y con todo eso acabas de gustar las ofrendas. Considérate ya iniciado en sus misterios.
Andrónico: Tirano, sábete que el alma no se mancha cuando al cuerpo se le fuerza a hacer una cosa que ella condena. Dios, que conoce los más secretos pensamientos del corazón, sabe que el mío no ha consentido en ello.
Máximo: ¿Hasta cuándo te has de dejar infatuar de esas vanas imaginaciones? No te librarán ellas de mis manos.
Andrónico: Cuando Dios quiera sabrá muy bien el medio de librarme.
Máximo: ¡Otra extravagancia! Yo te haré cortar esa lengua que profiere tantas necedades. Tú abusas de mi paciencia y mi moderación. Bien veo que no sirve sino de mantener tu vanidad. 
Andrónico: Pues bien, una gracia le pido, y es que me hagas cortar esta lengua y estos labios, que según tú crees se han manchado con el vino ofrecido a los ídolos.
Máximo: Bien dices que has gustado del sacrificio.
Andrónico: Confúndete, tirano detestable, tú, y todos los que te han dado la potestad de hacer tanto daño: jamás se le podrá reprehender a Andrónico de haber consentido en tu impiedad: pero tú bien te puedes acordar de la violencia que has hecho a los siervos de Dios: júzguenos este a los dos.
Máximo: Malvado, ¿te atreves a hacer imprecaciones contra nuestros muy piadosos y muy clementes emperadores, a quien debemos la paz y la tranquilidad que gozamos? 
Andrónico: Sí, maldigo una y mil veces a esos tiranos sedientos de sangre que se embriagan de ella y que han inundado a toda la tierra. Extienda Dios sobre ellos su brazo vengador, quebrántelos, cúbralos de las olas de su cólera, abísmelos para que ellos y sus semejantes aprendan y sepan lo que es perseguir a los siervos de este Dios terrible. 
Máximo, a los guardias: Arrancadle los dientes, cortadle la lengua a raíz para que sepa él mismo lo que merece el que tiene la audacia de blasfemar contra los Soberanos. Sean esos dientes arrancados y esa lengua cortada, arrojados al fuego y después que hayan sido reducidos a cenizas, échense al aire, para que no quede nada que pueda ser cogido por los cristianos, y de motivo a la superstición de algunas mujeres, que no dejarían de tomarlas y de conservarlas como preciosas reliquias. Y a él, que lo vuelvan a la cárcel hasta el día de la fiesta, para que con los demás sirva de pasto a las fieras del anfiteatro.

Conclusión.

Llegado el tiempo envió a llamar Máximo a Terenciano , Soberano Sacerdote de la Cilicia, y le mandó hiciese disponer los juegos para el día siguiente. Obedeció este y habiendo hecho saber la intención del Gobernador al Intendente de los espectáculos, estuvo todo pronto para el día señalado. Acudió desde por la mañana una infinidad de pueblo, hombres y mujeres al anfiteatro, que distaba de la Ciudad cerca de una milla. Llegó a él el Gobernador a eso del mediodía. Echáronse luego a las bestias los cuerpos de muchos gladiadores que se habían muerto unos a otros. Nosotros estábamos retirados en un rincón, desde donde lo observábamos todo, aguardando con temor el fin de la función, cuando mandó el Gobernador a algunos de sus guardas que fuesen a buscar los cristianos que estaban condenados a las bestias. Corrieron a la cárcel, de donde habiendo sacado a los Santos Mártires, los cargaron sobre los hombros de algunos, que los llevaron hasta el pie del tablado del Gobernador: los tormentos que les habían hecho sufrir los tenían en un estado, no solamente de no poder caminar, sino ni aun moverse. 

Luego que los alcanzamos a ver, nos adelantamos hacia una pequeña eminencia en donde nos sentamos, cubriéndonos hasta la mitad con algunas piedras que había allí El lastimoso estado en que vimos a nuestros hermanos nos hizo derramar muchas lágrimas: y aun muchos de los que miraban, no pudieron contener las suyas; porque luego que los hombres que llevaban a los Mártires los descargaron en la plaza, se dejó sentir un silencio casi general, a vista de un objeto tan lastimoso, y no pudiendo el pueblo contener más su indignación, comenzó a murmurar del Gobernador. “Esta es”, decían, “una injusticia muy grande: esto no se puede sufrir. Solo un mal Juez puede haber dado semejante sentencia” y sobre la marcha hubo muchos que se apartaron de los espectáculos, volviéndose a la Ciudad. Conoció lo el Gobernador y puso soldados a las entradas del anfiteatro para impedir que nadie se retirase y para notar los que salían, y delatarlos también. Mandó al mismo tiempo que soltasen un gran número de fieras, pero estos animales al salir de sus jaulas se detuvieron inmediatamente y no hicieron ningún daño a los Santos Mártires. Enfurecido más con esto, Máximo hizo llamar a los guardas de las bestias y los hizo dar cien palos, queriéndolos hacer responsables de que los leones y los tigres fuesen menos crueles que él. Amenazólos que los haría poner a todos en cruz si no le sacaban al punto la más brava y más cruel de todas las fieras que hubiese. Entonces soltaron un oso grandísimo, que en aquel mismo día había matado a tres hombres. Acercóse poco a poco a el lugar donde estaban los Mártires y se puso a lamer las llagas de Andrónico: Este joven, que deseaba extremadamente el morir cuanto antes, reclinó su cabeza sobre el oso, haciendo lo posible por irritarle; pero él no se movió.

No pudiéndose contener, Máximo, mandó que le matasen y se dejó matar sin resistencia a los pies de Andrónico. Advertido Terenciano de la terrible cólera en que estaba el Gobernador, y temiéndose para sí la suerte del oso, le envió al instante una leona de las más furiosas, que había venido de los desiertos de la Libia, y cuyo regalo le había hecho el Soberano de Antíoquía. Luego que se dejó ver, se inmutaron todos los espectadores. Daba grandes rugidos, de suerte que infundía terror en las almas menos temerosas. Pero habiéndose acercado a los Santos, que estaban tendidos sobre la arena, se echó a los pies de Taraco en una postura de suplicante, como si le hubiese adorado. Al contrario, Taraco hacía todo cuanto podía por irritarla contra él y para excitarla su ferocidad natural, que parecía haber perdido. Pero la leona, como una inocente y apacible oveja se estaba a sus pies, los cuales besaba y lamía. Espumando Máximo de rabia mandó que picasen a la leona con un aguijón, pero tomando entonces esta bestia su furor, que parecía haber olvidado para los Santos Mártires, y dando unos rugidos espantosos, despedazó al guarda de la puerta del anfiteatro, e infundió un gran terror al pueblo, que gritaba: “Perdidos somos todos de que abran la puerta a la leona”.

Entonces mandó Máximo entrar a los gladiadores para que degollasen a los tres Mártires, que ejecutados consumaron su martirio. Y retirándose el Gobernador del anfiteatro, dejó en él una escolta de soldados para impedir que no levantasen los cuerpos; y al propio tiempo, para que no se les pudiese conocer, mandó que los mezclasen con los de los gladiadores que habían perecido durante los espectáculos. Mientras que los soldados estaban ocupados en esto, nos adelantamos nosotros un poco e hincándonos de rodillas, suplicamos a Dios nos mostrase las reliquias. Acabada nuestra oración, aún nos acercamos otro poco más. Tenían encendido fuego los soldados, porque ya era de noche, y se habían puesto a cenar. Pasémonos segunda vez de rodillas, implorando con gran fervor el socorro del Cielo, y pidiendo a Dios quisiese favorecer nuestra empresa y hacernos distinguir los cuerpos de los Mártires de los de los gladiadores. Fue oída nuestra oración, porque al momento se levanto una furiosa tempestad, mezclada de relámpagos, truenos y lluvia, acompañada de un temblor de tierra que hizo retirar a los soldados de allí. Apaciguada esta, nos pusimos a orar y habiéndonos acercado a los cuerpos, hallamos el fuego apagado y los soldados dispersos. ¿Pero cómo habíamos de poder discernir en un montón tan grande de cuerpos, a los que nosotros buscábamos? Acudimos a Dios: levantamos las manos al Cielo, y al mismo tiempo cayó un pequeño globo luminoso en forma de estrella, que se puso sobre cada uno de los cuerpos de los Santos Mártires. Levantámoslos con una alegría que no podíamos explicar muy bien. Y a favor de esta estrella milagrosa salimos del anfiteatro, pero tan fatigados, que nos vimos obligados a descansar un poco y entonces se paró la estrella también. Pusímonos a pensar dónde podríamos ocultar nuestro piadoso hurto y acudimos, como solíamos, a Dios, suplicándole acabase lo que tan felizmente había comenzado. Recobradas nuestras fuerzas con esta pausa, volvimos a echar sobre nuestros hombros esta preciosa carga y tomamos el camino de la montaña inmediata. Allí desapareció la estrella y alcanzamos a ver una abertura en el peñasco, abierta en forma de sepulcro. Ocultamos al instante en ella los cuerpos de nuestros Mártires, y nos retiramos al punto, no dudando que el Gobernador haría una exacta pesquisa. A la vuelta a la ciudad supimos que los soldados que desampararon el puesto fueron cruelmente castigados de su orden. Dimos gracias a Dios de que se hubiese querido servir de nuestro ministerio para dar a sus siervos estas últimas y piadosas exequias. Marcion, Félix y Vero se retiraron al peñasco que es el depositario de estas santas reliquias con el ánimo de pasar en él lo restante de sus días, a fin de que el mismo sepulcro que encierra aquellos sagrados huesos cubra también algún día los suyos.

Sea nuestro Dios bendito para siempre. Os suplicamos, amados hermanos nuestros, que recibáis con vuestra acostumbrada caridad a los que os entregaren esta carta: merecen vuestra asistencia y vuestra estimación, porque tienen el honor de ser del número de los operarios que sirven a Jesucristo, a quien pertenecen la gloria y poder, con el Padre, y el Espíritu Santo, antes y después, ahora y siempre y por todos los siglos. Amén.


Fuentes:
-"Año cristiano o ejercicios devotos para todos los dias del año". Octubre. Jean Croisset. Madrid, 1791.
-"Las Verdaderas actas de los mártires". Volumen II. TEODORICO RUINART. Madrid, 1776. 
-http://www.antonins.org


A 11 de octubre además se celebra a
San Kenneth de Kilkenny, eremita y abad.
San Bruno I de Colonia, obispo.

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