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El asesinato de Tomás Becket por orden del rey de Inglaterra

El 29 de diciembre de 1170, cuatro caballeros ingleses entraron en la catedral de Canterbury y mataron a sangre fría al arzobispo, enfrentado a Enrique II.

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En sentido estricto, según las fuentes más fiables, Enrique II de Inglaterra (1133-1189) –primer rey anglo-normando de la Casa de Plantagenet, marido de Leonor de Aquitania y padre de Ricardo Corazón de León y Juan sin Tierra– no "ordenó" la muerte de su antiguo amigo y después acérrimo enemigo, su peor pesadilla, Thomas Becket (santo Tomás Becket para la Iglesia, tanto católica como anglicana). Según esas fuentes, el monarca, en uno de sus frecuentes arrebatos de ira, simplemente habría exclamado: "¿Cómo es posible que, entre todos los vagos y traidores a los que he cargado de riquezas, ninguno sea capaz de evitar que un clérigo de baja cuna se burle de mí?". Dicho y hecho: cuatro de los caballeros de su Corte –Reginald Fitzurse, Hugh de Morville, William de Tracy y Richard Brito–, al oírle despotricar de ese modo, tomaron la imprecación al pie de la letra, se reunieron en el castillo de Saltburn (Kent) para planear el magnicidio y, acto seguido, cabalgaron hasta Canterbury con sus armaduras y espadas y, el 29 de diciembre de 1170, irrumpieron en el atrio de la catedral en plena ceremonia de vísperas y acabaron a espadazos con la vida del arzobispo delante de los fieles.

La cuna de Becket no era tan baja, en realidad; aunque no pertenecía a la nobleza normanda que rodeaba a los Plantagenet, había nacido en 1118 en el seno de una familia burguesa originaria de Ruan (Francia), bien relacionada con el poder. El noble Richer de l'Aigle introdujo a Thomas en la Corte y éste, tras estudiar teología en París y Bolonia, se convirtió no sólo en archidiácono de Canterbury al servicio del arzobispo Teobaldo, sino también en tutor, primero, y amigo íntimo y compañero de juergas y cacerías, después, del joven príncipe Enrique. Cuando éste fue coronado rey en 1154, no tardó en enfrentarse a Teobaldo por el control de la Iglesia de Inglaterra; en concreto, la realeza pretendía someter a los clérigos a la jurisdicción civil en lugar de la eclesiástica, así como tener la potestad de nombrar directamente heredero al trono al hijo del rey sin intervención alguna del arzobispado. Al morir Teobaldo en 1161, Enrique II vio el cielo abierto, o eso creyó: impuso a Thomas Becket, a la sazón canciller del reino, como nuevo arzobispo de Canterbury. Pero hete aquí que Becket, nada más tomar posesión del cargo, sufrió una transformación tan radical que dejó a todos pasmados.

En efecto, el clérigo pasó de la noche a la mañana de ser el principal valedor de las ideas de Enrique a transformarse en acérrimo defensor de los derechos de la Iglesia frente al incipiente Estado; de llevar un modo de vida lujoso y moralmente relajado a convertirse en un asceta y someterse a castigos físicos y flagelaciones. Unos achacan la metamorfosis a la necesidad de Becket de demostrar a la comunidad religiosa, que no había visto su nombramiento con buenos ojos, que no era una marioneta manejada por el rey; otros (fundamentalmente, la Iglesia católica, que lo convirtió en santo y mártir) ven en ello la intervención divina. El caso es que la intervención del papa y otros obispos ingleses forzó a Thomas a doblegarse ante la corona: tuvo que devolver las tierras y castillos que se le habían entregado como canciller y, lo que fue aún más humillante, hubo de jurar obediencia en público a las leyes inglesas en Clarendon, en enero de 1164. No contento con ello, el vengativo y herido Enrique envió a su antiguo camarada, al que ahora consideraba –no sin razón– un traidor, al exilio en Francia, desde donde éste, sin arredrarse, continuó atacándole incansable en cartas y otros escritos. Varios intentos de mediación para que se reconciliasen fracasaron. Finalmente, de vuelta en Inglaterra en noviembre de 1170, el arzobispo inició una furiosa campaña con amenazas de excomunión incluidas. Fue la gota que colmó el vaso de la paciencia del rey y le llevó a pronunciar su fatídica, y tal vez involuntaria, sentencia de muerte.

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