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Santa Isabel de Hungría

Santa Isabel de Hungría
Reflexiones desde la vida de los santos


Por: Jesús Martí Ballester | Fuente: www.jmarti.ciberia. es



Siglo XIII, el de las grandes catedrales, como la de Reims, la de Burgos, el de los grandes santos, como San Francisco de Asís y San Alberto Magno; el de los grandes sabios, como Santo Tomás de Aquino y San Buenaventura; el de los grandes pintores como el Giotto y Cimabúe; el siglo de las Cruzadas con Godofredo de Bouillon, duque de la Baja Lorena; el de los grandes reyes, como el emperador del Sacro Imperio Romano Germánico Conrado III, Luis VII de Francia, Luis IX, Carlos de Anjou, de Nápoles y de Sicilia; Balduino de Flandes; el de los grandes papas como Urbano II, Gregorio VIII, Celestino III, Inocencio III, Honorio III, y el siglo de Isabel de Hungría, hija de los reyes de Hungría, la niña, novia, esposa, madre, reina, viuda y santa, la que apenas nacida, su padre, el Rey de Hungría, la prometió en matrimonio al príncipe Luis VI, hijo del landgrave de Turingia, que tenía 11 años. A los cuatro años fue enviada al castillo de Wartburg, donde Lutero tradujo al alemán el "Nuevo Testamento". En aquel castillo residía la corte y el palacio de Sajonia, hoy uno de los 16 Estados federados de Alemania, y allí fue enviada para ser educada como princesa. Allí vivieron juntos Isabel y Luís, Luís e Isabel, y como niños jugando juntos, se enamoraron. El uno sin el otro no podía vivir.

A los catorce años contrajeron matrimonio y en la misma ceremonia nupcial fue coronado el príncipe. Su matrimonio no sólo fue una unión política, sino un matrimonio por amor en el que florecieron tres hijos. Se amaban tan intensamente los esposos que ella le decía a Dios: "Dios mío, si a mi esposo lo amo tantísimo, ¿cuánto más debiera amarte a Ti?". Y Luís, a un cortesano que le preguntó si estaría dispuesto a renunciar a su esposa, le repuso señalando una alta montaña que tenían enfrente: que, ni por aquella montaña convertida en oro fino, perdería a su esposa. Por su gran amor aceptaba de buen grado que Isabel repartiera a los pobres cuanto encontraba en casa y respondía a los que la criticaban: "Cuanto más demos nosotros a los pobres, más nos dará Dios a nosotros".

ROSAS BAJO EL DELANTAL

Acusaron a la princesa ante su esposo de derrochar sus bienes y agotar los graneros y los almacenes. El landgrave Luis quería a su esposa con delirio, pero se vio precisado a pedirles una prueba de su acusación. - Espera -le dijeron- y verás salir a la señora. Y el duque vio a su mujer que salía a hurtadillas, de palacio cerrando cautelosamente la puerta. La detuvo y le preguntó:- ¿Qué llevas en la falda? -Rosas -contestó Isabel olvidando que era pleno invierno. Extendió el delantal, y los panes se habían convertido en rosas. Los dos esposos vivieron muy felices en su castillo de Wartburg. Su gobierno ha sido uno de los más cristianos. En un año de escasez, Isabel gastó todo su tesoro en socorrer a los necesitados. Se encontró a un leproso abandonado en el camino, y lo acostó en su propia cama con su marido ausente. Llegó este inesperadamente y le contaron el caso. Cuando iba a regañarla, vio en su cama, no al leproso sino un hermoso crucifijo chorreando sangre. Recordó que Jesús premia lo hecho a los pobres como hechos a Él mismo.

MUERE SU ESPOSO

Cuando tenía veinte años y su hijo menor recién nacido, su esposo, murió como cruzado en Tierra Santa. Isabel estuvo a punto de desesperarse, pero se resignó y aceptó la voluntad de Dios. Rechazó varias ofertas de matrimonio y se decidió a vivir en la pobreza y dedicarse al servicio de los más pobres y desamparados. Un día fue al templo vestida con los más exquisitos lujos, pero al ver una imagen de Jesús crucificado pensó: "¿Jesús en la Cruz despojado de todo y coronado de espinas, y yo con corona de oro y vestidos lujosos?". Nunca más volvió con vestidos lujosos al templo de Dios.

REGENTE DEL PRINCIPADO Y DESTERRADA

Isabel fue declarada regente del principado hasta que su primogénito alcanzase la mayoría de edad, pero una conspiración de nobles consiguió expulsarla del gobierno alegando que malgastaba el dinero del Estado en los pobres. Tomó el poder el hermano de su esposo, que la forzó a abandonar el castillo y tuvo que refugiarse en un convento, donde tomó el hábito de la tercera orden de San Francisco. Llevó allí una vida dura y austera, ocupándose de los pobres. Y por si fuera poco, su confesor ponía a la santa penitencias excesivas y creaba en ella remordimientos por pecados que nunca había cometido. Isabel lo soportó con paciencia. Desterrada, tuvo que huir con sus tres hijos, sin ninguna ayuda material. Ella, que cada día daba de comer a 900 pobres en el castillo, ahora no tenía quién le diera ni el desayuno. Pero confiaba totalmente en Dios y sabía que nunca la abandonaría, ni a sus hijos.

AL FIN REHABILITADA

Algunos familiares la recibieron en su casa, hasta que el Rey de Hungría consiguió que le devolvieran los bienes que le pertenecían, y con ellos construyó un gran hospital para pobres, y ayudó a muchas familias necesitadas. Un Viernes Santo, después de las ceremonias, y ante el altar desnudo, de rodillas ante varios religiosos hizo voto de renuncia de todos sus bienes, como San Francisco de Asís, y consagró su vida al servicio de los más pobres. Cambió sus vestidos por un sencillo hábito franciscano, de tela burda y ordinaria, y los últimos cuatro años de su vida, se dedicó a atender a los pobres enfermos del hospital que había fundado. Recorría calles y campos pidiendo limosna para sus pobres, y vestía como las mujeres más pobres del campo. Vivía en una humilde choza junto al hospital. Tejía y hasta pescaba, para comparar medicinas a los enfermos.

"LA MAMAITA BUENA".

Así la llamaba el pueblo. Un sacerdote contemporáneo escribió: "Afirmo delante de Dios que raramente he visto una mujer de una actividad tan intensa, unida a una vida de oración y de contemplación tan elevada". Algunos religiosos franciscanos que la dirigían en su vida de total pobreza, afirman que varias veces, cuando salía de sus horas de oración, la vieron rodeada de resplandores y que sus ojos brillaban como luces muy resplandecientes. El mismo emperador Federico II afirmó: "La venerable Isabel, tan amada de Dios, iluminó las tinieblas de este mundo como una estrella luminosa en la noche oscura". Murió joven, muy joven, a los 24 años.

Escribirá tres siglos después San Juan de la Cruz, «que es condición de Dios llevar antes de tiempo consigo las almas que mucho ama, perfeccionando en ellas en breve tiempo por medio de aquel amor lo que en todo suceso por su paso ordinario pudieran ir ganando. Porque esto es lo que dijo el Sabio: «El que agrada a Dios es hecho amado; y, viviendo entre pecadores, fue trasladado, fue arrebatado porque la malicia no mudara su entendimiento o la afición no engañara su alma. Consumido en breve cumplió muchos tiempos. Porque era su alma agradable a Dios, por tanto se apresuró a sacarla de en medio. En el apresurarse se da a entender la prisa con que Dios hizo perfeccionar en breve el amor del justo y en el arrebatar se da a entender llevarle antes de su tiempo natural. Por eso es gran negocio para el alma ejercitar en esta vida los actos de amor, porque, consumándose en breve, no se detenga mucho acá o allá sin ver a Dios» («Llama de amor viva», c. 1, 34.). Y en el Cántico espiritual cantará el mismo Santo, que a Dios le placen las virtudes de la juventud, cuando el propio vigor vital las acrisola:

“De flores y esmeraldas

en las frescas mañanas escogidas

en tu amor florecidas

y en un cabello mío entretejidas”

SU ENTRADA EN EL REINO

En efecto, en la flor de la vida, el 17 de noviembre de 1231, a sus 24 años, voló Isabel a la eternidad al unísono con el salmo 44: “Hijas de reyes salen a tu encuentro, de pie, a tu derecha está la reina enjoyada con oro de Ofir. ““Mirra, áloe y casia exhalan tus vestidos, al salir de las estancias de marfil en que con su olor te han recreado. Escucha, ¡hija!, inclina tu oído, y olvida tu pueblo y la casa paterna. Prendado está el rey de tu belleza, ríndele homenaje que él es tu Señor. Las hijas de Tiro vendrán con dones, y te presentarán humildes súplicas todos los poderosos del pueblo.

Con todos los honores penetra la princesa, vestida de tisú y brocados recamado con franjas de oro. La llevan hasta el rey; un séquito de vírgenes entran detrás de ella; las llevan con fiestas y con regocijos, van entrando en el palacio real. En lugar de tus padres te nacerán hijos; los cuales establecerán príncipes sobre la tierra. Estos conservarán la memoria de tu nombre por todas las generaciones. Por esto los pueblos te cantarán alabanzas eternamente por los siglos de los siglos”. Así sucedió. A sus funerales asistieron el emperador Federico II y una multitud tan grande formada por gentes de diversos países y de todas las clases sociales, que los asistentes decían que no se había visto ni quizá se volvería a ver en Alemania un entierro tan concurrido y fervoroso como el de Isabel de Hungría, la patrona de los pobres.

MILAGROS

El mismo día de su muerte, a un hermano lego se le destrozó un brazo en un accidente y estaba en cama sufriendo terribles dolores. De pronto, en su habitación, vio aparecer a Isabel, vestida con trajes hermosísimos: "¿Señora, usted que siempre vestía trajes tan pobres, por qué ahora tan hermosamente vestida?". Y ella sonriente le dijo: "Es que voy a la gloria. Acabo de morir. Estira tu brazo que está curado". Estiró el brazo totalmente destrozado, y la curación fue completa e instantánea. Dos días después de su entierro, llegó al sepulcro de la santa un monje cisterciense que sufría un terrible dolor al corazón y ningún médico había logrado aliviarle. Se arrodilló y rezó largo rato junto a la tumba de la santa, y quedó curado de su dolor y de su enfermedad. Estos milagros y otros muchos más, movieron al Sumo Pontífice a declararla santa, a los cuatro años de su muerte.









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