EL VAGON AMARILLO

martes, 13 de octubre de 2015

DE SOLEDAD


¿Y por qué parte del cuento iba yo? ¿Por el sueño que tuve con aquellos angelitos en cueros? No, todavía no he pasado por ahí. Entonces iba por... No, tampoco. Sobre las sanguijuelas galvánicas que los enfermeros enganchan en mi cabeza pelada he jurado no hablar, corro peligro. Ni sobre la camisa de fuerza. Y menos sobre el jeringuillazo que me deja como tabla vieja mecida por la marejada. Espérate, aguanta un minuto que lo tengo en la punta de la lengua. Iba por... sí, eso es, por la parte en que digo que la soledad es como una piedra de esmeril, raspa que te raspa hasta dejarte reducida a menos de la mitad de ti misma. Desde luego que no me refiero a Soledad, mi vecina de pabellón, aquella atolondrada con los cuatro mechones de pelo teñidos de rojo y atados hacia arriba con una cinta negra. Con ella tuve una buena chaqueta el primer día de mi encierro, digo, debo decir "mi ingreso" aquí en el Hospital Psiquiátrico de Mazorra: Oiga, señora, la llamé. Y fue suficiente para que Soledad se enredara conmigo a puñetazos porque no entiende razones. Hay que decirle señorita. Ni caso a sus arrugas y a los más de sesenta años que carga en las costillas. Si quieres encontrarle las cosquillas a mi vecina de pabellón, aquella de la fila izquierda, llámale tía, señora, compañera... O si no, pasa junto a ella con un espejo en la mano. Es suficiente. Encima de su cabecera hay una fotografía ampliada de cuando tenía veinte años: es su espejo, el único que tolera. La mira, quiero decir, se mira, y entonces abre la bocaza y muestra la desolación de sus encías. Ay, Santa Bárbara bendita, es como una cueva de alacranes. Para mí que sonríe porque no ve lo que se ve, sino lo que ella ve. Según las malas lenguas, Soledad es sujeto de una tragedia que le frenó en seco el cerebro hace como cuarenta abriles. Dicen que fue la dama más linda de La Habana, y rica, por más señas. Pero cayó presa, dicen que por ocultar a su padre, que era un político de cuando Batista y estaba acusado de contrarrevolucionario. Y dicen que su familia, en pleno, se hizo humo. Como el perro que tumbó la lata. Voló rumbo a los Estados Unidos, eso dicen. Ojos que te vieron ir... Mientras, Soledad, sola, enfrentaba a los nuevos esbirros, repitiéndoles que no había hecho nada malo y que... y que... y que... Carajo, se me traba el cuento. ¿No te estaba diciendo que... Eh, ¿y qué te estaba contando yo? Vaya memoria que tengo últimamente. Otra vez se me ha ido el santo al cielo. En fin, sea lo que fuera, y como mentira no es, ya volveré a cogerlo. Pero a mí que no me embromen, esto tiene su causa en los bichitos que llegan por los cables y se ponen a picotearme allá adentro, en el encéfalo. Electrosnosequé les llaman los enfermeros a esas sanguijuelas galvánicas de la reputa de su madre. Aunque mejor no los menciono, no sea que vengan los doctores y den la orden para que me los enchufen otra vez. Se me están olvidando las cosas y eso no es normal. Por lo menos en mí que nunca olvido, ya que traigo aprendido que la desmemoria en esta isla puede costar caro. Si mal no recuerdo, iba por donde digo que la soledad es como una piedra de... No, por ahí pasamos ya. Adonde no habíamos llegado es a la convicción de que si es cierto eso de que todo cuanto una posee lo lleva por dentro, la soledad es la menos superflua de las cargas, una prueba de que no somos como la güira, tripas, carapacho y nada más. La soledad es el soplo primigenio de Dios. Pero, entonces ¿por qué nos hiende las entrañas hasta dejarlas en el puro hueso?. Qué va, es demasiado peliagudo el asunto. No hay quien le coja el ritmo. Y menos encerrada aquí, en Mazorra, con la sangre que ni me corre ya, por lo melcochuda. Luego que me vengan con eso de que pájaro viejo no entra en jaula. Puede ser que no entre por sus propios deseos, pero ¿y si le cortan las alas y lo obligan a entrar a la cañona? En fin, mejor le damos curva al tema, pues andan cerca los doctores y van empezar nuevamente con su lata de que por qué me quejo si estoy muy bien aquí, desayuno, almuerzo, comida, ropa limpia, cama, atención especializada, más un espacio abierto al horizonte de no sé cuántas hectáreas para cuando me entren ganas de echar pestes acerca del gobierno, ahí tengo a los árboles y al viento de auditorio. Por tener, tengo hasta una vecina que se llama Soledad, la de la fila izquierda, bemba roja y cejas retintas como un auratiñosa. Dicen que estuvo veinte años presa. A mí no me lo creas, son las malas lenguas. Y dicen que por su culpa los doctores tienen prohibida la existencia de relojes y espejos en este pabellón. Es que ahí donde la ves, pasando por la sonriente señorita, ella puede ser muy agresiva cuando le llevan la contraria, para lo cual no creas que hay que esforzarse mucho. Basta con dejar caer que los años tienen pies y que caminan. También tengo un vecino, que le hace la corte a Soledad, sin éxito, no más faltara: Elías No, así se llama él. Perteneció al séquito de veintiocho cocineros que posee el que más come en nuestra Isla, o el que come mejor, lo cual viene siendo más o menos igual. Dicen que cada uno de los veintiocho cocineros elabora un plato diferente y que todos están obligados a probarlos todos antes de que lleguen a la mesa del comensal en jefe, por si las moscas. Un día, dicen las malas lenguas y repite la mía que no es ni regular, el máximo comensal se aflojó del estómago. Y ya tú sabes. Elías incomunicado, interrogatorios van y vienen, que no fui yo, que tú sí fuiste porque de lo contrario no tendrías diarreas y temblores, que son los mismos síntomas del comensal en jefe. Lo aporrearon, a Elías, como al maíz en su pilón, pero nada dijo que no fuera no y no y no, porque nada más tenía que decir, supongo. Luego vino el resto: intento frustrado de suicidio, sábana partida en dos y Elías por el suelo con un trozo al cuello. Elías desaparecido como por encantamiento. Elías que despierta una mañana en esa cama del hospital psiquiátrico, respondiendo que no a todo lo que le preguntan. Y nada, ahí lo tenemos: Elías No se llama ahora. Y ya que Elías No ofrece únicamente un no como respuesta, puedes calcular lo mal que le ha ido enamorando a Soledad:

Ni siquiera la lluvia tiene manos tan pequeñas


De vez en cuando Zo pasa horas sin moverse y entonces sus minúsculas manos laten, tiemblan levemente, prometen un movimiento dulce o brusco. Para abrigar a medias una sola de las manos de él, tiene ella que usar sus dos palmas, tan ágiles y suaves que sus dedos podrían salir volando uno tras otro. Si sus mejillas son infantiles todavía y resulta enternecedor el encuentro de los hombros con el cuello, sus manos, con iguales atributos, nunca parecen aguardar algo sobre lo cual derramarse. Jugando, pueden fingirse hojas, caracoles, peces, aire, casas, pájaros, y ser un sonido o un silencio, un aroma, un dibujo enrevesado, una cúpula sobre algo, una semilla de cualquier cosa. Si sus manos tocan las mías, me las descubro: ella me las da y no lo sabe.
  —¿No tienes sueño? —le pregunta Manuel, aunque en realidad quiere decir hambre.
  —No. Ya estoy dormido.
  Unos segundos después rompe a hablar de nuevo con una voz que es susurro robado a medias por el vendaval. Manuel lo escucha mirando no a sus ojos sino a su gorra, loco de hambre y sin saber cómo hacérselo entender, temiendo que Jo se marche molesto. Hoy han caminado todo el día sin más pausa que esta. Ayer, cuando vagaban por San Dragón, como llamaba Daniel a San Miguel del Padrón, sólo devoró un pedazo de pan duro y una naranja. Por la noche durmieron unas pocas horas en el anfiteatro de Marianao y siguieron aquella interminable caminata hacia ningún lugar. Pero este helado viento sur los ha detenido. Manuel siente que le arranca el alma y casi le arrastra el cuerpo, tan debilitado en las últimas jornadas. Se recuesta levemente al hombro de Jo sintiendo que un sabor amargo lo ahoga, y escucha su propio gemido:
  —Tengo hambre.
Jo demora en hallar esos hinchados ojos de pez tras los risibles espejuelos y deletrea en ellos las palabras que no escuchó.
  —Yo también —exclama levantándose y camina hasta el borde del portal, adonde Manuel lo sigue, perruno. El joven mira la noche alrededor y ve que llueve menos en este momento. Desde el final de la calzada, muy empinado, resbala ante ellos un torrente de asfalto de turbia fosforescencia que se pierde calzada abajo hacia la derecha—. Nos vamos en lo que venga —le dice y Manuel asiente, aliviado, pero entre el viento y la noche no se escucha ni el más lejano rugido de un motor.



Ernesto Santana, fragmento de la novela “Ave y nada”. 

lunes, 14 de septiembre de 2015

GUERRERO




Después conoceré cuáles fueron sus últimas reflexiones aquel día. Ella ha de confiarme que pensó en cierta frase escrita por Baudelaire cuando tenía su misma edad, 24 años: Me mato porque soy inútil para los demás y peligroso para mí mismo. Lo que no se explicaba de momento, dijo, era por qué esa frase. No creía en su postulado. Más allá del arranque de patético histrionismo que sin duda la inspiró, no hallaba sino impudicia, apocamiento. Por esto le extrañaba recordarla en aquel minuto, cuando estaba a punto de poner a prueba la consistencia de su caja craneana bajo las catorce ruedas de un camión. Eso me dijo.
Día tras día, durante más de un mes, la vi seguir el mismo recorrido. Con paso ingrávido, dejándose llevar por la pendiente de la calle Veinticinco, caminaba hasta Infanta y, una vez allí, rígida, inánime (como Dafne bajo la cáscara dura del laurel), los ojos fijos en la parte alta de la avenida, aguardaba. Podía adivinarle el cosquilleo en la boca del estómago y el estiramiento que se producía en sus venas al ver asomar el capó, y detrás, como emergiendo del fondo de la tierra, la colosal carrocería blanca. Era una de esas rastras porta-contenedores con el rótulo de CUBALSE. Parecía evidente que su conductor había conseguido medir minuciosamente los intervalos con que el semáforo proyectaba la luz verde, pues el vehículo nunca se detuvo, ni siquiera moderó su marcha al pasar por la esquina, junto a la muchacha. No obstante, ella lo observaba con una intensidad tal que habría sido capaz de calcular el peso de sus ruedas gigantescas y macizas, la crasitud de su imponente parrilla defensiva, o la altura precisa a la que estaban situados los doble faros de carretera. Por lo menos así lo pensé yo una de aquellas tardes, cuando, desaparecido ya el camión por la intersección de Infanta y Veintitrés, ella consultó su reloj, a las seis menos cuarto, igual que siempre, y se dispuso a desandar lo andado, pisándose la sombra.

Yo fui Lilith



Entre el edificio Miranda y el muro del Malecón está sólo la avenida, a cuyo borde Ariel se detiene, acaso durante cinco minutos, acaso durante cincuenta. Además de la fiebre, la fatiga le recorre el cuerpo con oleadas de vacío donde resuenan los trombones, los contrabajos y las voces que inundan de música la avenida, esa frontera.
  —¿Pero qué tú haces aquí? —exclama la muchacha que se ha detenido en la acera, estupefacta, con una macilenta embriaguez en esos ojos únicos— Te reconozco de puro milagro. ¿Qué estás haciendo?

martes, 25 de agosto de 2015

Triángulo de cúpulas




La había mirado muchas veces, por casualidad, al pasar por la calle Línea o por Calzada, pero un día la vi y me fue imposible entender entonces cómo nunca antes me había dado cuenta de lo asombrosa que era aquella cúpula. Se erguía encima de una edificación situada a un costado del patio de una enorme escuela secundaria y, aquel día, creí que no me había llamado la atención hasta entonces porque ninguna de las construcciones alrededor guardaba el menor parentesco con aquel cascarón cubierto de azulejos multicolores. Sostenida por cuatro columnas, la cúpula se hallaba en el sexto y último piso de la edificación. En los días de sol violento, brillaba de una manera espléndida y los estudiantes, sin darse cuenta de la maravilla que había a unos metros de ellos, alborotaban en el patio, ignorantes, como yo durante largo tiempo, del milagro inexplicable.

EL CUENTO DE HADA




Hada no conoce el amor porque conoce demasiado a los hombres. Y porque está marcada. Desde muy atrás y muy adentro, aunque siempre a ojos vista, como un lunar, tira de un signo de exclusión que es herencia de casta. Mientras que todas las demás sueñan con el mágico toque de singularidad, ella lucha a brazo partido por ser una muchacha corriente. Y de nada le vale. Nadie puede saltar fuera de su propia sombra. Tal vez por eso Hada no consigue librarse de aquello que la desemeja. Pero tampoco se rinde.
Al cumplir 16 años de edad supo que su vida amorosa sería ímproba y sufrida. Igual que su madre y que su abuela y que la madre de la madre de su abuela, Hada había nacido con cierta insuficiencia congénita que los ginecólogos definen como estrechez del introito vaginal, pero que las viejas deslenguadas de la familia prefieren llamar chocha tupida.
Hada se hizo médico. Confiada en que existe una cura para cada mal, quiso aceitar con sólido conocimiento de causa las herramientas de su felicidad. Y fue esperanza vertida en saco roto, puesto que los seis años que pasó hincando los codos en la universidad no le reportarían mayor beneficio que aquel que se obtiene con una simple visita a la consulta de ginecobstetricia. Y es que todo está dicho sobre la estrechez del introito vaginal. En muy pocas palabras: falta de capacidad que imposibilita de por vida a una mujer para recibir sin un dolor extremo la bendición del sexo opuesto.

lunes, 17 de agosto de 2015

DOSTOIEVSKI CONTRA LA INTERPOL



Concurrieron dos casualidades. La primera es que pocos días antes había leído El Cocodrilo, un cuento que se le antoja muy raro dentro de la obra de Dostoievski. La segunda casualidad, no menos rara para él, es que el cocodrilo del cuento llevara su nombre, o un nombre igual al suyo. Carlos piensa en estas cosas en el preciso minuto en que el investigador policial está conminándolo a que hable de una vez, a que diga todo lo que sabe, ya que de cualquier modo no tiene escapatoria, como no sea a través de una amplia y minuciosa confesión que permita reconstruir los hechos y recuperar lo perdido.
Carlos, no él, sino el cocodrilo llamado Carlos, se tragó a un hombre de una sentada. Se supone que lo hizo porque tenía hambre, no porque le interesara ser noticia. El pobre bicho no contaba con la ligereza de los seres humanos. Mucho menos con las travesuras del azar. De cualquier forma, ya está visto que hambre y apuro suelen ir de la mano. Y el apuro no es un buen consiliario. Para empezar, obstruye la facultad de selección, imponiendo echarle garra a lo primero que asome. Y ese pudo ser el desencadenante de lo que parecía una desgracia para Carlos, ambos, el cocodrilo y también él. Al menos es lo que le está cruzando por la mente ahora, a la vez que escucha (como un claveteo en el sótano, monocorde, vago), los requerimientos del oficial investigativo que corre a cargo del proceso.