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“Veía normal que me pegaran, era como un correctivo a una hija”

La historia de una joven de 22 años, esclavizada y torturada por sus empleadores, estremece México

Luis Pablo Beauregard
Zunduri, de 22 años, en un momento de la entrevista.
Zunduri, de 22 años, en un momento de la entrevista.Saúl Ruiz

Algunos la llaman Ana. Otros le dicen Alejandra. Un reportero le preguntó cómo quería que la llamaran. Ella recordó el nombre de una amiga de ascendencia japonesa. “Zunduri”, respondió. “Quiere decir niña hermosa”. México se ha estremecido con la historia de esta mujer esclavizada y sometida a castigos inhumanos por la familia que le abrió las puertas para darle trabajo en una tintorería. “Se veían tan humanos, tan inocentes. Tan incapaces de llegar a hacer esto”, dice en una entrevista con este diario. Con su nuevo nombre pretende tomar las riendas de su vida y disfrutar la libertad por primera vez en cinco años.

Zunduri, de 22 años, es originaria de Tlalpan, una delegación en el sur de la Ciudad de México. Su niñez no fue fácil. “No me llevaba bien con mi mamá. Tomé la decisión de huir de mi casa, como toda señorita rebelde”, cuenta con una tímida sonrisa mientras clava la mirada en el piso. A los 17 años, y con sus estudios truncados hasta el segundo año de secundaria, se fue a vivir con su novio. La historia de amor no funcionó. Se quedó en la calle, sin casa y sin trabajo.

Fue creciendo la deuda, los problemas, el agotamiento. Era como si hubieras construido un muro tan alto que ya no tenía fin

Decidió pedir ayuda a la familia Hernández Molina, dueños de una pequeña tintorería en un barrio al sur de la capital. Había trabajado tres meses para ellos cuando tenía 15 años. Le pagaban 300 pesos (19,5 dólares) por trabajar nueve horas al día de lunes a sábado. Podía confiar en ellos. Leticia Molina la recibió de vuelta. “Yo la llamaba mamá porque la veía como una familia”.

Pero el salario dejó de llegar. Como si se tratara de una tienda de raya del México de finales del siglo XIX, la familia le sumó un crédito impagable. Le cobraban las camisas que quemaba a causa del cansancio acumulado tras 14 horas de trabajo. También la acusaron de robar dinero. “Fue creciendo la deuda, los problemas, el agotamiento. Toda mi vida ya era de ella. Era como si hubiera construido un muro tan alto que ya no tenía fin”, relata.

Zunduri no sabe decir en qué momento la espiral de violencia cruzó el punto de no retorno. Al principio, los castigos no le parecían desproporcionados. “Yo lo veía normal. Las primeras veces que Leticia me llegó a pegar, yo no lo veía mal, era como un correctivo de una madre a una hija”.

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El maltrato ha dejado indelebles marcas en su piel. Pueden verse en cualquier parte de su cuerpo. Los ganchos dejaron rastros en los brazos y las piernas. Leticia la quemaba en la espalda y en el cuello con la plancha. En la coronilla los mechones de pelo se interrumpen por las cicatrices provocadas por cualquier objeto que su torturadora tuviera en mano: fierros, tubos, cadenas o mecates. “Me decía que no servía para nada, que me odiaba, que lo mejor que podía hacer era morirme, que era un monstruo al que nadie quería”.

El maltrato la dañó tanto que sus órganos parecen los de una persona de 81 años, según los doctores 

Para mitigar el hambre masticaba el plástico que cubría las prendas que la rodeaban en su cuarto de cuatro metros cuadrados, en la parte posterior de la tintorería. También bebía el agua de la plancha cuando tenía sed. Las autoridades han dicho que el maltrato la ha hecho parecer menor de edad, pero sus órganos están tan dañados que podría tener 81 años.

Zunduri trató de escapar en noviembre de 2014. Leticia la encontró. Fue entonces cuando la encadenó en la sala de la casa ubicada sobre la tintorería. A veces le ponía la cadena en el cuello, pero la mayor parte del tiempo la tenía en la cintura. Atada a una varilla del techo, la cadena la permitía moverse solamente entre una cama y la tabla de planchar.

Fue esa saña la que la hizo temer la idea de volver a ser libre. El jueves 16 de abril, Zunduri pidió permiso para ir al baño. Leticia le quitó la cadena. Al volvérsela a colocar cometió un error. La chica se dio cuenta inmediatamente, pero no dijo nada. Estuvo con el candado mal puesto durante tres días. “Fui asimilando mi escape, en irme y que no me saliera mal. Si se daba cuenta yo creo que no lo contaba”.

Fui asimilando mi escape, en irme y que no me saliera mal. Si se daban cuenta yo creo que no lo contaba

Saltó por la ventana de un baño y usó 100 pesos que encontró en la camisa de un cliente para pedir un taxi y huir lejos. Tras su denuncia, las autoridades de la Ciudad de México detuvieron a Leticia y a otras cinco personas de la familia, que durante años “solo veían y callaban” las humillaciones. Están acusadas de delitos que podrían enviarlos 40 años a prisión.

La historia de esta víctima de explotación ha atraído la atención de muchos, entre ellos de los políticos. El gobernador del Estado de México le ha ofrecido una beca, una casa y una computadora. El ordenador le ha arrancado una sonrisa a la mujer que no tiene nada. Con él pretende volver a estudiar y dejar atrás los días más amargos. Por primera vez en la entrevista, Zunduri levanta la mirada del piso para ver hacia el futuro: “Quiero tomar un curso de repostería y poner mi propio negocio de pan y pasteles”.

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Sobre la firma

Luis Pablo Beauregard
Es uno de los corresponsales de EL PAÍS en EE UU, donde cubre migración, cambio climático, cultura y política. Antes se desempeñó como redactor jefe del diario en la redacción de Ciudad de México, de donde es originario. Estudió Comunicación en la Universidad Iberoamericana y el Máster de Periodismo de EL PAÍS. Vive en Los Ángeles, California.

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